En una tarde sombría y a lo largo de la costa marchaba un joven adornado con el traje del país, con un sombrero a medio caer, que cubría parte de su frente, con un cinturón y unos zapatos abotinados que preservaban sus pies de la aspereza del terreno. En su mano derecha portaba una espada algo oxidada y en su izquierda un caracol de mar como manera silvestre de uso como bocina para dar algún tipo de aviso en especial. El joven montañés de cuerpo robusto, aunque algo taciturno bagaba con su azulada mirada, primero por las erizadas olas del océano que al chocar contra las rocas se convertían en una espuma verdosa. Luego se fue por los peñascos que levantaban sus negras cabezas y por encima de una muralla de un viejo castillo para descubrir tal vez la torre gótica de Subercaseaux.
Después se detuvo por algunos segundos como queriendo recoger un sonido que pudiese venir envuelto entre las bocanadas del viento. Luego distinguió a lo alto de un gigante peñasco que avanzaban sobre el mar cómo esos monumentos medio derribados por el paso de los siglos parecían estar habitados. Una vez que se emprendió a subir por los peñascos con su espada en mano iba observando las marejadas un tanto inquietas hasta que finalmente logró llegar a la cima. Después dejó la espada en el suelo y se sentó en una cornisa con los pies colgando hacia el abismo con la seguridad de las gaviotas y de otras aves oscuras que merodeaban por el sector. Fácilmente podía verse toda la comarca desde aquel punto.
En frente tenía el océano como una barrera infinita perdida entre los vapores de la marejada. A sus espaldas se empinaba un castillo de corte feudal con techos tan puntiagudos como su arma, y en sus ventanas se apreciaba lo cubiertas que se hallaban por gruesas rejas como esas construcciones que datan del siglo XV. Más hacia adelante se veían unos hermosos pastizales en cuyo centro se ubicaba parte principal del pueblo de Chrisantina. El cielo sembrado de negros nubarrones daba el cuadro tan bello y a la vez tan romántico…
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