Existe una leyenda que es muy conocida dentro de la hermosa ciudad de San Luis Potosí, en el país de México. Un hombre, taxista de profesión, deambula en su vehículo a altas horas de la noche, después de prestar servicio durante todo el día y dispuesta a irse a dormir a casa.
De pronto, nota como alguien le hace una señal para que se detenga. Fastidiado, el taxista considera pasar de largo, pues ya no está de servicio. Sin embargo no lo hace.
Por alguna extraña razón siente que se debe detener.
Ahora se encuentra a las puertas de un cementerio y la persona desconocida sube al auto. Es una mujer que va toda vestida de negro. Traen un velo de encaje que le tapa el rostro y guantes oscuros en sus manos.
El taxista siente un escalofrío.
—Buenas noches —saluda, sin obtener respuesta inmediata.
La mujer no devuelve el saludo, sino que le indica la dirección de un templo en el centro de la ciudad, con voz fría e inexpresiva.
Hacia allá se dirigen. El taxi se detiene frente a una de las iglesias más antiguas del Casco Histórico y ve como ella se apea lentamente, no sin antes indicarle que la espere.
Pasan cinco, diez, quince minutos. Al cabo de un rato, la dama vuelve a salir y se sube al taxi, indicándole la dirección de un segundo templo, a poca distancia de allí. La escena se repite. Al parecer, la mujer tenía que hacer alguna especie de encomienda; quizá le había pedido a algún santo por el descanso de sus difuntos.
Fuera como fuera, aquella noche nuestro protagonista se encontró acudiendo a siete iglesias diferentes y cuando el recorrido terminó, la mujer le dio una última indicación:
—Lléveme al cementerio donde me recogió, por favor.
Allí la dejó el taxista y antes de bajarse, la desconocida sacó una medalla de oro de entre sus ropajes.
—No traigo dinero para pagarle —le dijo—, pero tome esta medalla y acuda mañana a esta dirección —le dio un papel doblado junto con la alhaja—, que ahí le pagan toda la tarifa.
El taxista, demasiado cansado como para reclamar, echó un vistazo a la medalla y confirmó que era de oro puro. Cuando volvió a mirar al asiento, se sorprendió al ver que la mujer había desaparecido.
No la había escuchado bajarse, ni había rastro de ella en las puertas cerradas del cementerio.
Exhausto, volvió a casa.
A la mañana siguiente se dirigió a la dirección que la dama de negro le había indicado. Resultó ser el despacho de un licenciado, que escuchó con sorpresa su historia.
—Sí, conozco esta medalla de oro —le dijo, tomando la medallita—. Pero es increíble… la mujer a la que usted recogió anoche, hace años que falleció. Si no fuera por esta medalla, pensaría que está usted tratando de engañarme.
El taxista se puso pálido. Sus servicios le fueron pagados con más dinero del quese le debía y nunca volvió a hablar de la anécdota.
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