Cuentos de Terror de Argentina

La Entrada Maldita

En un breve período de tiempo, trágicos sucesos acontecieron en la vida de Gabriel y de su escaso círculo familiar. No eran cosas independientes una de la otra, sino que cada evento trágico antecedía a otro, que estaba íntimamente relacionado con el anterior, como si todo fuera parte de una misma maquinaria de desgracias.

Ariel, el entrañable hijo de su hermana Karen, estaba jugando con la pelota en la vereda, en aquella espléndida tarde soleada, custodiado por la atenta mirada de su madre. Pero cuando el destino, o sea cual fuere aquella fuerza (sobrenatural o no) que actúa sobre los humanos, se empecina en dar vida a un hecho que provocará una penosa trascendencia en la vida de los afectados, no existen ojos ni medidas preventivas que puedan evitarlo.

La calma de la angosta calle de ese barrio en horario de siesta se vio sacudida, cuando un auto a gran velocidad la atravesó e impactó con el paragolpes el frágil cuerpo del niño de ocho años que, segundos antes, se había dispuesto a recuperar la pelota que había caído a la calle, lanzándolo por el aire y haciendo que su pequeña cabeza diera con el poste de luz que se alzaba en la vereda.

No hubo un grito aterrador por parte de su mamá Karen, no de momento. Se quedó inmóvil mirando cómo su hijo era rodeado por un espeso charco rojo, que se desprendía principalmente de su desfigurada cabeza. Los movimientos alterados y los alaridos de los vecinos que comenzaban a acercarse se encontraban amortiguados para ella, sus sentidos perdieron intensidad como si su ser pretendiera alejarse de esa realidad pesadillesca, asfixiante y difícil de enfrentar. Hasta que comprendió que no había otra cosa que hacer más que afrontar lo inentendible, lo más injusto y, posiblemente, lo más doloroso.

Gabriel la visitaba constantemente luego de semejante pérdida, intentaba consolarla con frases sentidas que perdían toda su fuerza debido a la magnitud de la desgracia, como si todo lo que pudiera decir o hacer fuera banal frente a esa monstruosidad. Los vecinos y allegados intentaban consolarla con esperanzas enraizadas en la fe religiosa; llenaron su hogar de estampitas y santos, sabiendo que ella no compartía el escepticismo de Gabriel.

— El dolor va a durar para siempre, lo único que queda es aprender a convivir con él. Mirar a los que sufrieron lo mismo, como Arturo y Mirta, y pensar “si ellos pudieron, yo también” —le decía en algunas ocasiones.

Arturo y Mirta eran una pareja de ancianos que perdieron un hijo hace muchos años, tras una larga enfermedad. Y sin embargo, ahí estaban, barriendo la vereda, paseando y asistiendo a eventos de tango; Viviendo, en definitiva. Qué fácil era decirlo y pensarlo…

Lo cierto es que Karen se hundía en un abismo de depresión y pastillas. Gabriel probó mil maneras de ayudarla, pero nada resultaba eficaz ante un declive emocional tan marcado. Y para ese momento, al lado de la casa de Karen, se mudó una reservada y educada pareja proveniente del interior del país.

— Catamarqueños —concretó Karen, revolviendo la cuchara dentro de la taza de té. — Son buena gente, sencilla.

Gabriel la escuchaba, comprendiendo que quizás, esos vecinos habían conseguido lo que él no pudo: sosegar el destrozado corazón de su hermana. También notó una preocupante actitud de Karen: cada vez que un auto pasaba por la calle de su casa, a una velocidad considerable, se sobresaltaba y respiraba hondo, como si volviese a repetir la experiencia del accidente dentro de su cabeza.

— El quilombo de la ciudad me está matando… —Decía, excusándose con un fundamento verdadero. Los bocinazos, las congestiones vehiculares, las peleas entre conductores y peatones… todo alteraba su alma. Siempre tuvo desdén por el vertiginoso ritmo de la ciudad, pero ahora había empeorado, y todo lo relacionado a automóviles lo detestaba.

— Te vendría bien tomarte unos días en algún lugar más tranquilo, creo que va a servirte —le sugirió Gabriel.

— Omar y Griselda me dicen lo mismo —dijo Karen, refiriéndose a los nuevos vecinos. — Pero no sé qué pensar. No sé qué hacer. Siento que si me voy, sea al lugar que sea, así viaje lejos de esta casa, de este barrio, y termine en la Luna, voy a arrastrar conmigo este dolor. Como si estuviera atado a mí. ¿Qué podría encontrar en otro lado? ¿Una respuesta? O mejor dicho… ¿una solución? No —meneó la cabeza negativamente y apartó la mirada de la de su hermano.

Pasaron unas semanas desde que la visitó por última vez. Gabriel también se desangraba de dolor, pero no podía permitirse desmoronarse ahora, que su hermana lo necesitaba; en realidad, no a él, sino a un soporte que evite un posible descenso a una irremediable depresión que traiga consecuencias aún peores. Pero pasado un mes y medio desde que el manto de la desgracia cubrió sus vidas, Karen había tomado una conducta menos preocupante. Esa tarde, lo llamó con una actitud más animada, invitándolo a una cena en la que asistirían sus nuevos vecinos, Griselda y Omar; aquellos que en escaso tiempo, lograron ocupar un lugar más que importante en la vida de Karen. Si bien él apenas los conocía (un saludo cordial y pasajero al visitar a su hermana), en estos últimos tiempos, han sido personas muy presentes en la cotidianidad de la mujer.

Al llegar a la casa de Karen, pasadas las veinte horas, la pareja de Catamarca ya se encontraba sentada en la mesa dispuesta prolijamente con un colorido mantel y platos vacíos, expectantes de ser llenados con una buena porción de tagliatelle con prosciutto. Sonrientes, saludaron al hermano de su amiga.

— Nos habla maravillas de vos —. Manifestó Griselda, una mujer morruda, de aspecto algo rudo, pero muy agradable en su forma de ser.

— Lo mismo opina de ustedes dos, así que estamos a mano —dijo Gabriel, acercándose a Omar, delgado, bonachón y de pocas palabras. La locuacidad era un don que pertenecía sólo a su esposa.

No le extrañaba a Gabriel que su hermana tenga palabras tan consideradas sobre él, y tampoco le parecía raro el cariño que le había tomado a esta pareja. Ella era una persona accesible, muy diferente de su hermano.

Predispuesta al momento de socializar con otras personas. Sincera y cristalina, tanto que sus genuinos sentimientos se percibían inmediatamente, sin pudor y sin lugar a los secretos. Escuchaba a la gente y tomaba en cuenta cada uno de sus consejos, de sus opiniones, de sus ideas.

Este carácter que suponía una personalidad abierta, la convertía también en una mujer permeable ante cualquier tipo de información que llegue a sus oídos. Todas estas características podrían haberse magnificado luego de la pérdida de su hijo y la consecuente vulnerabilidad que eso le había provocado.

Gabriel señaló su ración con el tenedor.

— Karen, esto es buenísimo.

La pareja asintió y Griselda necesitó decir algo al respecto.

— Está muy rico. Delicioso. ¿Te acordás cuando fuimos a ese restaurante italiano en San Fernando? —le preguntó a su marido. Él se encogió de hombros mientras colmaba su boca de comida.

— ¡Pero sí, aquella vez en que te reconocieron, y empezaron a aplaudirte! —. Miró a Gabriel para verificar si había llamado su atención ante esta información, y agregó un dato más.

— Porque resulta que él es un eximio guitarrista. Le dicen el Jorge Cafrune catamarqueño.

— No exageres —le dijo Omar, ensayando una sonrisa. — Si todavía no he grabado ni un disco. Esa gente me reconoció porque me oyó en algún festival del pueblo.

Griselda continuó con su intento de convencerlos de que el esposo era un prodigio con las cuerdas.

— Todavía no, pero dentro de muy poco vas a hacer ese disco, y va a recorrer el mundo entero.

Gabriel se dirigió de manera cómplice a Omar. — Ella tiene mucha confianza en vos.

— No sólo en él, sino también en las acciones que uno realiza para que esos sueños se cumplan —agregó Griselda.

—Es verdad, el otro día trajo la guitarra y tiene mucho talento. No escuché a otro folklorista con semejante talento.

Gabriel miró a su hermana y la expuso en forma chistosa.

— Si vos no escuchás Folklore — y todos echaron a reír. Atrapó con el tenedor los últimos restos de fideos con jamón picado, los saboreó, se limpió con la servilleta y luego les preguntó. — ¿De qué parte de Catamarca son?

— El Cerrito —respondió Omar. — Un pueblo chiquito en el departamento de Santa María. Desde ya, están invitados. Nos conocemos todos, son gente muy amigable.

— Después de lo que les pasó —el tono de voz de Griselda había perdido intensidad y volumen, apenas susurraba, como si no se atreviera a hablar en voz alta sobre la desgracia acontecida— a nosotros se nos ocurrió que podrían venir unos días. Es muy tranquilo.

— Dicen que los sábados a la noche organizan fiestas en la que asisten muchos vecinos —añadió Karen. — Bailan, cantan… y Omar toca la guitarra.

Griselda carcajeó sonoramente.

— Es verdad, somos una comunidad muy alegre. Muchos encuentran paz en nuestro pueblo. Omar encontró su talento para la música, yo encontré a Omar. Quizás ustedes encuentren lo que buscan también.

Gabriel interrumpió de modo cortés.

— En mi caso, estoy bastante ocupado con el trabajo como para irme unos días afuera —. En realidad, no concebía la idea de vacacionar con gente que apenas conocía. — Pero a Karen puede hacerle bien.

Su hermana negó con la cabeza.

— No lo sé. Ya te dije lo que pienso de eso.

Griselda no se contuvo. — ¿Qué pensás?

— El hecho de irme a otro lado no soluciona nada, sólo gastaría plata en el viaje, tiempo y me sentiría igual que acá. Prefiero estar cerca de él, de mi hijo.

— ¿Y si te dijera que muchos amigos nuestros sufrieron lo mismo que vos y al llegar allá, se sintieron mucho mejor? —dijo Griselda, con una mirada destellante.

Karen dijo que lo iba a pensar.

— ¿Ustedes profesan alguna religión? —preguntó Omar, dirigiéndose a Gabriel y este respondió con una sonrisa.

— Mi hermana, muchas. Fue católica, fue judía… hasta se hizo hindú en su temprana adolescencia —.

Omar asintió.

— Ella nos contó algo de eso, le llamó exploración espiritual.

— Eso. Se ve que ninguna le convenció. En mi caso, cada vez creo en menos cosas.

— Quiero creer que hay algo —manifestó Karen, escueta y segura. Y la pareja de Catamarca abrió los ojos con cierto interés.

— Eso es justo lo que importa, diste en la tecla —. Afirmó Griselda, señalándola con su grueso dedo índice. — Me gustó esa respuesta. Sobre todo la parte de “Quiero creer”.

Era tarde, al menos para Gabriel. Le esperaba una larga jornada al día siguiente y optó por retirarse de la reunión. Griselda y Omar daban indicios claros de que se quedarían un rato más a disfrutar de la compañía de Karen.

A las seis de la mañana sonó su teléfono.

— Perdoname que te llame tan temprano.

— Está bien, Karen, ya estaba por levantarme para salir. ¿Qué pasó? ¿Todo bien?

— Muy bien.

Eso sí que era una declaración. Sobre todo viniendo de alguien que estaba afrontando, con muchas dificultades, un brutal duelo. Ella continuó.

— Me dijeron que no te diga nada, sos muy descreído de todo, pero sos mi hermano y no puedo evitarlo. Por suerte las cosas se me están aclarando. ¿Viste cuando Griselda dijo que uno puede encontrar las cosas que desea?
Gabriel aún estaba ordenando sus ideas luego de un breve pero profundo sueño. — Sí… sí… creo que me acuerdo de eso, sí.

— Bueno, yo estoy a punto de hacerlo.

— ¿Qué cosa? —preguntó, con una voz ronca y perezosa.

— Cosas que van a hacerme muy bien para transitar todo esto… ojalá más tarde, en algún momento, podamos hablar mejor.

— Sí, claro. Hablemos más tarde, Karen. Pero me alegra saber que estás mejor. Hoy paso por tu casa, esperame.

El día pasó lento, y en algún momento de la tarde recordó el llamado de Karen que encerraba cierto enigma, pero que no lo alarmaba en absoluto, dado que ella se oía mucho mejor anímicamente. Marcó el número telefónico de la casa de su hermana. Nadie contestó. Insistió algunas veces. ¿Estará con los vecinos?

Dejó pasar algunas horas, volvió a llamar y el resultado seguía siendo el mismo. Tomó el auto y llegó hasta la casa de su hermana. Luces apagadas, silencio abrumador en toda la cuadra. La intriga y la preocupación comenzaron a correr dentro suyo, mientras prestaba mayor atención a la vivienda contigua: Omar y Griselda tampoco estaban.

Llamó a la puerta de otros vecinos que pudieran saber algo, pero ninguno aportó un dato interesante. — Salió con ellos. Sí, seguro —. Meditó, sentándose en el cordón de la vereda. — Pero le dije que hoy iba a visitarla, ¿por qué no me avisó?

Abrió la puerta del auto y se acomodó para regresar a su casa, luego de la visita fallida. Pero había algo en la pesadez del ambiente, como si huellas de un suceso hubieran dejado su marca invisible en el lugar, y se quedó un rato esperando, y mirando la quietud de la casa vacía. El frío comenzó a filtrarse por las hendijas de la puerta del vehículo, adormilando su mente. El sueño lo venció momentáneamente, hasta que repetidos golpes a la ventanilla del auto lo devolvieron.

Se desperezó, abrió la ventanilla y lo sorprendió la silueta de un policía parado fuera del coche. La luz de la calle se encontraba más tenue de lo habitual aquella noche, y apenas lograba identificar las facciones del uniformado de espalda ancha.

— ¿Pasa algo? ¿Se siente bien? Preguntó, con las manos adelante, tomándose la muñeca.

Gabriel respondió lentamente.

— No, es que me quedé dormido — Observó el reloj y verificó la hora: una de la mañana. Asombrado por el paso del tiempo, volvió a mirar al policía.

— Escuche, mi hermana desapareció, vine a verla y…

— ¿Cómo que desapareció? —interrogó, con una profunda voz.

— Me llamó, le dije que la visitaría, estoy acá desde antes de las once de la noche y no aparece.

— ¿Qué edad tiene su hermana?

— Treinta y cinco.

— Seguramente se olvidó de que usted vendría y…

— ¡No, ella no es así! —sentenció Gabriel. — Escuche, hace poco tiempo perdió a su único hijo, tengo miedo de que haya tomado una decisión equivocada, o que le haya pasado algo.

El rostro parcialmente cubierto por la sombra del paisaje dejó ver una sonrisa tranquilizadora. — ¿Qué está pensando? ¿En que se tiró a las vías del tren? Haga el siguiente ejercicio: ¿Cómo la notó la última vez que habló con ella?

Gabriel meditó un segundo. — Bastante mejor —. Esa mejoría parecía ser, de hecho, genuina. Como si viniera acompañada de una motivación profunda y sincera.

— Entonces no hay nada de qué preocuparse. Mejor vaya a descansar, y aléjese de esta calle. Pasan muchos autos y algunos colectivos que doblan por la esquina de la otra calle hacia esta y podrían no verlo. Evite tener un accidente. Buenas noches, caballero.

El uniformado se alejó a paso lento de espaldas a él. Gabriel asomó la cabeza y le gritó. — ¿No cree que debería hacer la denuncia por desaparición?

Antes de concluir la frase, el sonido estruendoso de un motor, acercándose detrás suyo, ahogó el volumen de su voz. En una milésima de segundo, el espejo retrovisor le anunció la presencia de un enorme y ruidoso colectivo que se aproximaba. Esta bestia iracunda con ruedas ralló la puerta trasera del auto de Gabriel, sacándole chispas y arruinando la carrocería. Y con ese mismo paso inexorable, arrancaría su cabeza asomada de no ser porque, casi guiado por el instinto, metió el cuerpo completo dentro del auto, dejando que el colectivo continúe con su temible recorrido. Como desafiando a aquello que pudo significar una muerte rápida, inesperada, absurda y grotesca, volvió a sacar la cabeza para proferir un insulto que fue silenciado por el ensordecedor ruido del motor, mientras el infernal vehículo desaparecía en la noche.

“Casi muero decapitado por un colectivo”. Es un buen tema para tocar en las reuniones y convertirse en el rey de las anécdotas extraordinarias, pensó, mientras imprecaba al aire al notar que el colectivo le había arrancado el espejo retrovisor. El asunto lo dejó tan sobresaltado que olvidó la súbita presencia del policía y su (igualmente) repentina desaparición. No esperó al día siguiente, desoyendo los consejos de aquel uniformado, se dirigió a la Comisaría para hacer la denuncia.

Declaró con los escasos datos con los que contaba, haciendo hincapié en que los nuevos vecinos de la desaparecida tampoco se hallaban.

— ¿Y no piensa que su hermana pudo haber viajado con ellos a Misiones? —el oficial que tomaba la denuncia hablaba perezosamente. A pesar del grosero error geográfico, era lo que necesitaba escuchar para darle sustancia a sus sospechas más inverosímiles.

— A Catamarca, querrá decir.

El policía le hizo un gesto indiferente, que indicaba algo así como “¿qué más da? Es lo mismo”.

Lo cierto es que al salir de la Comisaría y encontrarse con su lecho, una constante intranquilidad le impidió dormir, y al hacerse las siete de la mañana, regresó a la casa de Karen. Seguía tan solitaria y callada como la noche anterior… al lado, el hogar de Griselda y Omar presentaba la misma inquietante característica.

El desamparo, el miedo y la ansiedad en situaciones en donde no se sabe por dónde comenzar, pueden llevar a un persona mesurada y rutinaria a cometer acciones

No había indicios de ella por ningún lado. Preguntó a los otros vecinos, caminó hasta el bar en donde ella acostumbraba a tomar café, fue a la puerta del colegio del cual el hijo de Karen era alumno, habló con los padres de sus compañeros, pero nadie sabía absolutamente nada. Y cuando hay pocos datos de los que aferrarse, las presunciones menos plausibles, tomaban más fuerza dentro de su cabeza… Había conseguido un pasaje de Buenos Aires a Catamarca para esa misma noche.

Sabía que se trataba de un largo viaje, pero no contó con un elemento que prometía un paseo mucho más tedioso del que esperaba: un acompañante con ganas de hablar.

— El viaje apenas comienza.

La voz profunda del hombre, que daba la impresión de intentar generar una charla, le resultó familiar. Gabriel asintió con una cálida mueca que intentaba cubrir la poca predisposición para dialogar, y observó el monótono paisaje de ruta desde la ventana. Entonces, cuando este volvió a hablar, realizó un punzante comentario que lo hizo sentir un completo miserable antipático.

— No te preocupes. Mi intención tampoco es desaprovechar este largo viaje con conversaciones triviales.

— No, yo no…

El hombre dejó ver una sonrisa de costado, piadosa, pero con un dejo siniestro. Gabriel comprendió que su admirable habilidad para fingir simpatía, había fallado miserablemente frente al pasajero de mirada gélida y arrogante, probablemente por encontrarse en una situación que lo ha vuelto incapaz de mostrar una expresión que no sea de angustia y desasosiego. Mientras Gabriel seguía revolviendo su mente para encontrar una excusa, el pasajero pronunció precisas y tajantes palabras.

— No permitas que tu egoísmo corte las alas de aquellos que pretenden volar, y alzarse por encima de los que mueren en vida.

Luego de oír esa críptica recomendación, con la severidad de una sentencia firme, claudicó en el intento de encontrar una razón, más o menos plausible, para evitar ser visto como una persona de nula habilidad (o voluntad) para socializar con el extraño. Se dedicó a mirar por la ventanilla, adormecido por la frialdad del ambiente, la constante invariabilidad del paisaje y el cielo uniformemente negro. Apoyó la cabeza contra el vidrio y esta vez claudicó ante el cansancio y las ganas de dormir algunas horas antes de llegar. “El Cerrito”. Recordaba entre sueños. “En el departamento de Santa María”. Ese era el único dato que tenía de ellos, de Omar y Griselda, los nuevos amigos de Karen que, así como un día aparecieron, desaparecieron sin dejar rastros… y casualmente, también su hermana.

Una débil luz solar iluminó su rostro y se despertó repentinamente. A su lado, ya no estaba el pasajero. Aquella presencia que se hizo notar con inexplicables frases grandilocuentes y una voz profunda, ya no lo acompañaba. Miró el reloj y se animó al ver que ya no faltaba mucho para llegar. Un sonido en la barriga y una sensación de vacío en el estómago le advirtieron que no había comido nada en toda la noche, así que aceptó el sandwich que servían en el micro. Antes de bajar del vehículo, miró con incredulidad el asiento vacío en el que estuvo el hombre que intentó conversar con él.

Finalmente estaba en Catamarca, y fue recibido por el impacto de un calor que se alejaba diametralmente de la fresca temperatura que reinaba dentro del micro. Sin perder tiempo, ni abstraerse ante los paisajes, pidió un taxi que lo dejó en las puertas del pueblo mencionado por Griselda y Omar. Era un sitio bastante pintoresco y de una calma abrumadora, con casas bajas y pequeñas, separadas por extensas llanuras verdes, y a lo lejos, la silueta imponente de cerros rodeando buena parte del territorio. Los sonidos de los insectos se oían más fuerte que en los alrededores de la terminal. Unas chicharras entonaban su vibrante canto, anunciando que la jornada se presentaría, naturalmente, muy calurosa.

— Hay un hotelcito siguiendo derecho por acá —le indicó el taxista, señalando hacia adelante. Y eso fue lo que hizo, dirigirse al hotel y pedir una habitación.

Dicho albergue no ofrecía grandes comodidades, y con sólo ver el exterior de la fachada, pudo sospecharlo de antemano: desgastadas paredes con ladrillos partidos, y la inscripción “HOTEL” por encima de la puerta, escrito con pintura sobre el cemento gris.

Atravesó el angosto pasillo, topándose con parejas compuestas por mujeres jóvenes y hombres mucho mayores. Algunas entraban a las habitaciones dispuestas a los costados del pasillo, otras salían. Pero una característica identificaba a todas las chicas por igual: semblantes mortecinos, miradas vidriosas y una visible dejadez en su aspecto. Estaban siendo conducidas a un sombrío destino circular, en el que las torturas, las violaciones, los traslados de un lugar a otro para evitar ser rastreadas, pasarían a ser parte de su nueva existencia, pues su vida le había sido arrebatada. Esto se sostenía gracias a una aceitada maquinaria de encubrimientos y gente muy poderosa involucrada.

Se sentó a los pies de la destartalada cama de su cuarto y se quedó reflexionando, mirando la humilde iglesia que se alzaba cerca del hotel, en el medio de la nada. ¿Y si el terrible destino de esas chicas estaba atado al de su propia hermana?

Aún era temprano para darle veracidad a tan trágica suposición, pensó.

Salió del hotel apenas durmiendo unas horas. Al salir, la incesante luz solar del mediodía lo cegó temporalmente. Entrecerró los ojos para distinguir a dos personas que discutían unos metros delante suyo, en la puerta de la iglesia cercana al lugar de hospedaje.

— ¡Usted está loco! —dijo un hombre, desde un sulki, y partió dejando atrás al otro, que seguía con su encendido discurso. Al mirarlo con atención, vio que se trataba de un viejo cura de prominente barriga, que se asomaba por la puerta de la iglesia con desconfianza.

— ¡Le digo que es cierto! ¡En este pueblo están pasando cosas! ¡El Mandinga se pasea entre nosotros, y ustedes como si nada! ¡Yo lo he visto!

Gabriel se acercó silenciosamente al cura. — ¿Todo bien?

El aludido lo miró con ojos desorbitados. — Ese acento… usted no es de acá.

Él negó con la cabeza. — No, soy de Buenos Aires. Vine porque estoy buscando a mi hermana. Creo que pudo llegar a este pueblo. ¿Usted conoce a Griselda y Omar?

El cura respondió con cierto recelo.

— Los conozco, pero sólo de paso. ¿Usted es su amigo?

— Mi hermana lo es. ¿Y dónde puedo encontrarlos?

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— Su casa está como a un kilómetro de aquí, pero ella casi siempre está en la whiskería que maneja. Queda a dos cuadras yendo hacia el oeste.
Gabriel carraspeó. — ¿Whiskería dijo? Dígame… ¿hay muchas mujeres trabajando ahí?

El cura se encogió de hombros. — Ah, eso no puedo saberlo. Soy un ministro de la iglesia, no tengo permitido hurgar en esos lugares, pero sé que tienen contacto con el dueño de este hotel, por eso la afluencia de jovencitas.

Además, trato de salir poco de esta iglesia, por seguridad.

Y luego, tomó aire para hablar de lo que a él le parecía relevante.

— Le doy un consejo: váyase de este lugar. Todos creen que me volví loco, perdí el respeto de la comunidad por decirles la verdad: aquel que llaman Mandinga camina entre nosotros. Posiblemente siempre lo haya hecho, pero ahora su presencia se nota mucho más, como si quisiera borrar la única y humilde resistencia que este pueblo aún posee contra sus fuerzas oscuras. Lo veo desde la iglesia, toma un sendero largo y se pierde en los cerros. Vi adeptos suyos en peñas y festivales, me miraban de forma amenazante. Los descubrí rondando mi casa parroquial, pero no pueden entrar ahí, estoy protegido en casa del Señor. Es por eso que él pretende acabar conmigo. Una vez que el último vestigio de fe desaparezca, la oscuridad va a tomar posesión del pueblo. Su primer gran logro fue hacerme quedar como un loco delante de todos mis vecinos. Es vivo… es muy vivo.

Gabriel cortó con tanto despliegue de cuestiones metafísicas e improbables.

— Escuche, veo que el pueblo es chico. Si llega a ver a una mujer de pelo marrón oscuro, parecida a mí…

El cura movió la cabeza afirmativamente. — Reconozco a los porteños, y últimamente, estoy alerta a cualquier detalle. No se me escapa nada —. Hizo un gesto de despedida, pero inmediatamente volteó. — A propósito, me llamo Emmanuel, el padre Emmanuel.

— Yo, Gabriel.

El párroco le dejó la impresión de ser más un conspiranoico que un religioso, pero el dato de la whiskería era más que valioso para una persona que no sabe por dónde empezar a buscar. Intentó recordar la única charla que tuvo con la pareja catamarqueña, aquella noche en que visitó a su hermana. ¿De qué trabajaba? Griselda fue muy imprecisa al momento de explicarlo. Pero ahora, él estaba en la puerta del local mencionado por el padre Emmanuel, identificado con burda pintura roja en la parte de arriba:

WHISKERÍA.

El ambiente se tornó turbio ni bien ingresó por el umbral de la puerta. El nauseabundo aroma de alcohol se mezclaba con la densidad del humo de los cigarrillos. El sitio era demasiado oscuro y pequeño; Las facciones de las trabajadoras allí dentro apenas podían distinguirse. Caminó nerviosamente mirando a su alrededor: había mesas desordenadas, ocupadas por restos de cigarros. Algunas lo miraban con desconfianza, y los hombres que estaban con ellas, giraban el cuello para prestar mayor atención al extraño, y seguir sus erráticos pasos.

Se encontró de frente con una barra, un hombre con primitivos tatuajes de tinta azulada en los brazos, clavaba sus ojos en él. Gabriel estudió la zona, y al costado de la barra, justo en donde se encontraba la caja, reconoció la silueta robusta de Griselda.

— ¡Griselda! — Exclamó, tratando de sonar más fuerte que la música que sonaba, tomándola fuertemente del brazo.

— ¡Gabriel, qué sorpresa!

— Mi hermana. Vino con ustedes, ¿no?

Griselda negó con la cabeza, con expresión de desconcierto. — No, ella no está acá.

— Desapareció de un día para el otro, igual que ustedes dos. Y ahora vengo a enterarme de que manejás un puterío, ¿no te parece raro?

— Ella no está acá. Y soltame, que este lugar está lleno de policías, no te conviene meterte en problemas.

Gabriel apretó el brazo aún más fuerte. — ¡Decime dónde está Karen o los mato a los dos!

En ese momento, sintió un potente golpe en el lateral de su cabeza, que lo derribó inmediatamente. Cayó al piso viendo la figura del agresor con un arma en la mano. Otro culatazo fue a dar contra su mejilla, y un hilo de sangre manó de su boca. El violento atacante lo tomó del cuello de la remera y lo sacó afuera, arrojándolo al pedregoso terreno. Entonces, alzó la pistola con pulso firme, apuntó hacia él y disparó varias veces al suelo.

— No vuelvas más —le dijo. Gabriel aún estaba aturdido por la proximidad de los balazos. Había eliminado la máscara de la bondad y la sencillez del rostro de Griselda, exponiendo su verdadera naturaleza contaminada de inmundicia. Omar no podía estar ajeno a las actividades de su esposa, ambos eran personas mucho más oscuras y peligrosas de las que intentaban aparentar, y no tuvo dudas de que estaban implicados en la desaparición de Karen.

Inició su caminata hacia el hotel. Cada paso que daba iba acompañado por un estallido de dolor en el costado de su cabeza, y una molesta sensación de hinchazón en el pómulo derecho.

— ¡Haga algo, usted tiene la autoridad! Interrogue a esas personas. No quiero verlas espiando mi hogar —. El alarido provenía del interior de la iglesia, y se dirigía a un policía que intentaba calmarlo, del otro lado de la puerta.

— ¿Y por qué no viene conmigo e identificamos a esas personas que lo espían, curita?

— Si salgo, pueden matarme. De ninguna manera, oficial Luján —respondió, y se percató de la presencia de Gabriel. — ¡Oiga, vi a su hermana!

Ni bien lo escuchó, olvidó el dolor físico y la dudosa estabilidad mental del religioso.

— ¿Dónde?

— Pelo marrón oscuro como me dijo, acento muy porteño al hablar, una cara como la suya… tiene que ser ella.

El policía meneó la cabeza con una sonrisa socarrona. — ¿De quién habla?

— De mi hermana desaparecida. Tengo que confirmar si es ella. ¿Dónde la vio?

— En la peña folklórica, en donde está el molino. Pero está con gente peligrosa.

Gabriel extendió la mano.

— Vamos, padre Emmanuel.

El cura se echó hacia atrás.

— De ninguna manera. Ellos no pueden entrar acá. Si salgo, voy a quedar muy vulnerable. Ya les he dicho, he visto al Diablo caminando por aquí.

Cada noche, enfila hacia el cerro.

— ¿Cómo sabe usted que es Mandinga? —interrogó el policía.

— Porque escucho desde dentro de la casa parroquial, en la iglesia, el estrépito de sus pezuñas al caminar. Ustedes me dirán que es el galope de algún caballo… pero no. Me asomo y no hay más que oscuridad y quietud, sólo este hombre vistiendo completamente de negro, muy alto, con sombrero de ala ancha y poncho, caminando con la seguridad del que tiene conocimiento sobre su poder; la certeza de que él es dueño del destino de muchos de los que se cruzan en su camino. A veces va acompañado por grupos de personas, que actúan como siervos de él. Y una vez que desaparece, deja un nauseabundo aroma por la zona. Por suerte, ni demonios, ni hechiceros, ni brujas pueden ingresar a esta casa.

— Supongamos que lo que usted cree es cierto. ¿Su única opción es esconderse como una rata acá adentro?

El cura se sintió ofendido ante los dichos de Gabriel. — Estoy seguro en la iglesia. ¿Qué quiere que haga?

— Enfrentarlo. Si según usted no puede entrar a una simple iglesia, significa que no es tan fuerte como se dice.

El padre Emmanuel sacudió el dedo índice señalando el derruido templo. —

Esta no es una iglesia común y corriente. Las demás son simples ladrillos apilados, y esta también lo sería, de no ser por un interesante detalle…

El oficial Luján resopló.

— Ahí va de nuevo…

El religioso reanudó su certera afirmación.

— La sangre del propio Jesucristo rodea a esta iglesia. Así como lo oyen. El Santo Grial del que tanto hablan, fue entregado por José al propio padre Aniol, al menos una pequeña ración. El padre Aniol se asentó en esta remota provincia, de este remoto país, advirtiendo la presencia de poderosos entes demoníacos en la zona, y del propio Lucifer. Dibujó un círculo con el divino líquido vital, alrededor del templo que él mismo construyó, y a los que le sucedieron, como a mí, les encargó la misión de mantener al mal latente lejos del pueblo. Durante un tiempo lo conseguí, pero su fuerza aumenta a medida que crece la cantidad de adeptos. Sus siervos se esconden entre nosotros, viven entre nosotros. No puedo hacer mucho más que esconderme hasta que llegue mi hora.

Presuroso, Gabriel les dio la espalda y comenzó a caminar para dirigirse a la peña. Intuyó que el padre Emmanuel no iba a proporcionarle datos más relevantes del tema que a él le importaba.

— Sigan con sus dioses, con sus demonios y sus santos griales. Vine acá por una sola cosa: encontrar a Karen —pensó.

— Espere, voy con usted —dijo el oficial Luján, alzando el brazo. — ¿Ya hizo la denuncia de la desaparición de su hermana?

— La hice en Buenos Aires.

— Probemos en esa peña, va a haber mucha gente. Y lindos culos, por cierto. Vamos, suba al patrullero —el policía ladeó la cabeza señalando la patrulla.

La noche era el peor momento para el cura. Dentro de la iglesia, en su casa parroquial, escuchaba el canto de grillos mezclado con el insistente y multitudinario croar de los sapos. Intentó dormir, pero como todas las noches desde que comenzó a sentir la presencia cada vez más poderosa de su mayor enemigo, se veía impedido de cerrar los ojos y dejarse envolver por el sueño; no podía hacerlo sabiendo que pronto, las pisadas del dueño del Infierno sonarían cerca de su territorio, casi como una blasfema burla.
Repiquetearon cascos sobre el pedregoso suelo, y él, como cada noche, guardaba la esperanza de que se tratara de algún caballo.

Lamentablemente, Gabriel y el oficial Luján estarían dándole la razón si estuvieran junto a él: al asomarse por la ventana, vio al hombre de negro sombrero y facciones ocultas. Pasó con aire desafiante, y los pasos, efectivamente, sonaban como pezuñas bestiales. La noche era oscura, cerrada, aún así, su silueta negra resaltaba como una profunda sombra.

No iba sólo. Una joven mujer seguía sus pasos, como hipnotizada: pelo marrón oscuro, pinta de “porteña”. “¿Esconderse como una rata acá adentro?”. Las palabras del viajero, que compartía evidentes similitudes con las facciones de la chica que estaba viendo pasar, resonaron fuerte en su cabeza. El hombre alto, de negro, con pisadas bestiales, se alejaba y se perdía en la inmensidad de la noche, junto con su acompañante. Debía alcanzar a Gabriel y advertirle que su hermana ya no estaba en la peña, sino que se dirigía al cerro. Se asomó y el corazón palpitó en su pecho, las manos se le humedecieron de sudor. No era el héroe que hubiera deseado ser, así que dio media vuelta y evitó cualquier contacto visual con el exterior.

Gabriel y el policía llegaron a la peña, lugar festivo en el que compartían guitarreadas, a la espera de una prometedora parrillada.

— ¡Tranquilo, porteño! —dijo el oficial Luján, notando que su compañero dirigía atentas y desorbitadas miradas para todos lados, en busca de una respuesta inmediata. — Vamos a sentarnos, sin llamar la atención.

Tomamos algo y, con cautela, les vamos preguntando a los presentes si saben algo. Mirá esa, la de pelo colorado. Esta quiere coger.

Luján cabeceó, apuntando a una pelirroja de mirada intensa. Como si lo hubiera oído, a pesar de encontrarse a cinco mesas de distancia, sonrió jocosamente. Estaba sola, pero existía cierto ambiente de comunidad, como si nadie estuviera realmente solo, salvo Gabriel y Luján. El uniformado vació una botella de cerveza en unos minutos, Gabriel apenas la probó, mientras confirmaba que la pelirroja manifestaba un notorio interés en Luján, observándolo fijamente, con gestos que podrían traducirse como una sutil lascivia. Algo curioso, cuando el destinatario de esta atención era un tipo mayor, sin gracia alguna, y la interesada, en cambio, era muy joven y demasiado atractiva. Curioso, pero posible.

Pero sobre el tema que a él más le interesaba, no había novedades. Recorrió con su mirada todo el lugar, cada mesa y cada rostro. Su hermana, si es que anduvo en algún momento por allí, ya no estaba.

— Te dije que estaba lleno de mujeres —afirmó el policía. Muy cierta reflexión.

— Sí. Pero mi hermana no está.

El oficial Luján reaccionó y, casi instintivamente, le tomó el brazo a una chica que pasaba por ahí. — Disculpe, señorita, ¿vio a una mujer de pelo marrón oscuro, con acento porteño?

La respuesta fue una negativa contundente. Y la pelirroja lo seguía mirando. En el súmmum de una manifiesta seducción, la chica de pelo colorado y piel blanca como la tiza, halló la excusa perfecta para exhibir sus atributos, cuando al caerse uno de los cubiertos al piso, ella se agachó lentamente, y el escote de su vestido cedió, permitiendo que la redondez de sus blancos pechos quede a la vista del lujurioso uniformado. Y por si quedaba alguna duda, hizo un gesto con la cabeza, indicando que la siguiera.

— Te confieso algo, porteñito, esto no me pasó nunca. Me trajiste suerte.
Se levantó de la mesa con un entusiasmo desmedido y se fue de la mano con ella.

— ¿Cómo te llamás? —le preguntó, clavando su mirada en los ojos fulgurantes de la joven.

— ¿Eso importa? —respondió ella, con desgano.

— Para nada.

Entraron a un humilde rancho cerca del molino, y la pelirroja le ordenó que se acostara en la cama. Él comenzó a desabrocharse la camisa sin apartar la mirada de ella. La chica se paró frente a la cama y se desprendió del vestido, quedando totalmente desnuda. El oficial Luján extendió los brazos con la intención de atraerla hacia él, pero ella se lo impidió con un gesto.

Aún debía aguardar su última jugada.

La mujer de pelo colorado comenzó a acariciarse, a explorar con sus propias manos las zonas más privadas de su cuerpo, exclamando estrepitosos gemidos, que parecían aullidos de un animal hambriento. Atónito, el policía vio que, detrás de la chica, comenzaba a asomar una nueva silueta femenina, desnuda, pelirroja y joven igual que ella. Inmediatamente, otro doble exacto emergió a su lado, y ahora eran tres mujeres las que miraban al desconcertado oficial.

— ¿Cuánto… cuánto tomé? —la imagen le resultaba inaudita, pero el pulsante deseo borró toda intención de buscar una razón a lo que veía. Las manos de las réplicas de la pelirroja comenzaron a tocarlo, y se acostaron encima suyo. Por un breve momento, se sintió en el paraíso. Pero rápidamente, esos joviales y esculturales cuerpos comenzaron a arder. Sus manos pasaron por la espalda de una de las chicas, y esta se desarmó como cera caliente, quemando sus dedos. Los gemidos de placer se transformaron en alaridos de horror y de un dolor indecible. Los cuerpos de las mujeres comenzaron a derretirse sobre su piel, sus erguidos senos se fundieron con su pecho, formando una masa líquida y ardiente. Los brazos de ellas se fusionaron con su cuello, dando paso a una incomprensible masa de carne.

Las cabezas de estas infernales mujeres se licuaron sobre sus hombros, y lo único que hacía Luján era gritar enloquecidamente, y si bien sus alaridos eran ensordecedores, la carcajada de la pelirroja, aquella que invocó a este par de figuras idénticas a ella, lo cubría todo. El resultado final era una aberrante y vomitiva deformidad abultada, con la cara del policía apenas reconocible. Apenas se movía, arrastrándose lenta y pesadamente, como un caracol gigante, sus brazos pasaron a formar parte de ese cúmulo de hinchadas prominencias que era su pecho, sólo en su cuello inflado se advertía la presencia de una de las manos de las chicas que, inerte, pendía como un infame colgante que caía de su hombro. Sus piernas habían sido derretidas y fundidas, apenas conservando los dedos de los pies. Era el dolor hecho carne, pero por alguna razón, no moría, y su organismo no daba indicios de morir a corto plazo.

Gabriel aguardó unos minutos más, miró a su alrededor y decidió regresar a la iglesia. Quizás el cura Emmanuel tenga más novedades que ellos.

Lo que no sabía Gabriel, es que Emmanuel iba a tener noticias, una de las más horrendas de toda su vida, esa misma noche. Se hallaba en la parroquia, tratando de dormir de una buena vez, cuando oye el estruendo del vidrio de una de las ventanas. Se levantó sobresaltado y distinguió cinco figuras, del lado de afuera, alejándose con risas socarronas. Intuyó que esta gente arrojó algo contra la ventana y este elemento ingresó a la iglesia.

“Alguna piedra, algún elemento contundente para mostrar su descontento por estar exponiendo a las fuerzas malignas que operan en este pueblo…” pensó, mientras se acercaba a la ventana desprovista del vidrio, ahora hecho trizas y desparramado por el suelo de la parroquia. Y al ver el objeto que se había colado en su hogar, se persignó vigorosamente y contuvo unas feroces ganas de vomitar. Yacía en su iglesia, un horror viviente con leves rastros de humanidad; una monstruosidad que, al reconocerlo con sus ojos negros llenos de desesperación, comenzó a arrastrarse hacia él. Emmanuel sintió un potente escalofrío al ver a esa hinchada criatura monstruosa, lleno de bultos carnosos, manos y pies colgantes, moverse y lanzar gruñidos que, por momentos, parecían gritos de socorro.

— ¡Aaayyuuudaaa!

Colmado de asco, el padre Emmanuel reconoció, entre toda esa mezcla de deformaciones, el rostro del oficial Luján.

— ¡Dios mío! —exclamó, corriendo velozmente hacia la puerta de salida. No lo dudó un segundo, salió de la iglesia a los gritos. Pero nadie lo socorrió, lo único que vio frente a él fue un grupo de mujeres, entre ellas la pelirroja, mirándolo con una sonrisa dibujada en sus sádicos rostros.

La caminata había sido cansadora para Gabriel, pero finalmente estaba llegando a la iglesia. La puerta abierta del templo sagrado lo alarmó.

— ¡Padre Emmanuel! —llamó, pero nadie respondió. La iglesia estaba totalmente vacía, como sus esperanzas de hallar a su hermana. Había intentado todo, había recorrido el pueblo, habló con gente, buscó ayuda, pero de nada había servido. Lo único que le quedaba era hacerle caso a los delirios del cura Emmanuel, y dirigirse hacia el cerro.

Emprendió una nueva caminata que, sumada a las anteriores, resultaba extenuante y fatigosa. Lo acompañaba el croar de los sapos, el ejército de grillos cantando y quién sabe qué clase de otras alimañas. Era una noche cerrada, y él parecía ser la única persona viva en ese lugar. Al rato, comenzó a oír un incesante griterío que se confundía con cánticos desentonados. Comprendió que las voces provenían desde dentro del cerro, y al instante, vio una boca, como una entrada en su centro. La curiosidad y la necesidad de agotar todas las instancias, por más ridículas que suenen, lo impulsaron a ingresar por la caverna.

Los gritos eran mucho más audibles ahora, había adquirido nitidez, y también podía escuchar el sonido de una guitarra. El interior estaba perfumado por un intenso olor a azufre, y en sus paredes rocosas se encontraban depositadas lámparas de aceite humano que iluminaban el lugar.

Avanzó con pasos inseguros, y un maloliente chivo se interpuso en su camino, lo miró atentamente, y luego lo dejó pasar. Alzó la vista y vio un espectáculo de gente desnuda, alborotos y risas. Tuvo la necesidad de salir corriendo de aquel lugar, pero entonces, reconoció al que tocaba la guitarra, sentado frente a un fogón y rodeado por otras mujeres: Omar, el vecino de su hermana. Caminó en círculos y, como era de esperarse, vio a Griselda; su figura robusta y desprovista de ropas se movía descoordinada, llevada por los cánticos de las otras mujeres. Sorteó la atención de ese grupo, y continuó derecho, sólo para encontrarse con dos de las personas que, en menor o mayor medida, habían cooperado en la búsqueda de su hermana. El padre Emmanuel y lo que quedaba del oficial Luján, se hallaban crucificados, ya sin vida, mientras jóvenes mujeres bailaban alrededor, empuñando cuchillos con sus hojas ensangrentadas.

— ¿Qué le hicieron? —murmuró, mirando a Luján y con el asco instalado en su cara. Una voz intensa, que le provocó escalofríos, le respondió.

— En un momento, mi intención fue apartarte del camino que tu hermana había escogido: estar a mi lado. Pero tu obcecación me abrió la posibilidad de traerte acá.

Gabriel miró al costado y vio directamente al hombre alto, con ropas negras de gaucho, que le hablaba. Lo miró fugazmente y corrió la mirada, como si sus ojos no pudieran hacer frente a esa imagen. Había visto el rostro del mismísimo Diablo, y tuvo la desagradable sensación de que jamás podrá borrarlo de su memoria. Era esa altura, esa presencia imponente y atemorizante, aquellas manos con uñas largas, que se confundían con el color de su piel, como si todo fuera parte de lo mismo; la voz que retumbaba en su cabeza, las pezuñas o… La mirada. Ese par de ojos que había visto anteriormente, lo que hacía visualmente intolerable su presencia.

— Entonces no hay nada de qué preocuparse. Mejor vaya a descansar, y aléjese de esta calle. Pasan muchos autos y algunos colectivos que doblan por la esquina de la otra calle hacia esta y podrían no verlo. Evite tener un accidente. Buenas noches, caballero —le dijo el tentador de los hombres, trayendo la frase de un policía que se había encontrado con Gabriel, cuando buscaba a su hermana en Buenos Aires. Apenas lo escuchó, recordó ese momento en que un colectivo estuvo a punto de arrancarle la cabeza. Y para confirmarle que él siempre estuvo allí, frente a su nariz, agregó más datos.

— No permitas que tu egoísmo corte las alas de aquellos que pretenden volar, y alzarse por encima de los que mueren en vida.

Era él, reconoció esa mirada gélida y arrogante en otro lado. Siempre fue él. Se agachó ligeramente para susurrar algo al oído de Gabriel. — Mira hacia arriba.

Levantó la cabeza, y se encontró con lo que estaba buscando: su hermana.

No de la forma en que hubiera esperado; ella bailaba en el aire, estaba volando, y no había hilos que la sostuvieran. Y no estaba sola.

— No puedo creerlo…

Estaba danzando con su hijo muerto, aunque ahí dentro, parecía estar vivo, y a pesar de conservar las mortales lesiones en su cabeza, y de tener la masa encefálica expuesta, reía y bailaba con ella.

— Ella lo quería de vuelta, y aquí lo tiene. Sólo hay una pequeña condición, si quiere verlo, debe entrar a La Salamanca. Afuera, sólo existe su versión finada, con su putrefacto cuerpo condenado a un encierro eterno.

— Entonces… es una ilusión —dijo Gabriel, mirando absorto.

— Es una realidad aquí —retrucó el ser a quien llaman Mandinga.

— ¡Karen! ¡Karen! — Gabriel comenzó a vociferar, pero la hermana no le hacía caso. — Ella es un alma pura, no pertenece acá.

— Lo sé.

Gabriel se postró de rodillas, inclinando su cabeza a centímetros de las horrendas pezuñas del líder de La Salamanca. — Por favor, concédame un deseo. Libere el alma de mi hermana, a cambio, le daré la mía. No pido riquezas, ni mujeres, sólo quiero que todo vuelva a ser como antes. Volver el tiempo atrás.

— El hijo de tu hermana no volverá. Su destino era la muerte —sentenció el gaucho de negra vestimenta, y altura intimidante.

— Entonces… antes de que Karen conozca a esos dos brujos, a Griselda y a Omar.

— Así será entonces. Volver el tiempo atrás, a cambio de tu alma. El alma de tu hermana es libre ahora, la tuya, vivirá eternamente en mis dominios.

Los intensos rayos del sol golpearon el agotado cuerpo de Gabriel. Despertó súbitamente, y tuvo la sensación de haber estado durmiendo durante días. Aliviado, vio que estaba afuera del cerro. Ya no había gritos, ni alboroto. Recobró energías y partió inmediatamente a la terminal.

Al llegar a Buenos Aires, se tomó un remis hasta la casa de su hermana. Durante todo el viaje, sonó un artista folklórico que le resultaba familiar.

— ¿Quién es? —interrogó Gabriel.

— Se llama Omar no sé cuánto. Es un cantautor catamarqueño, parece que el disco es un éxito —le mostró la tapa del CD, y reconoció a Omar en la portada.

Llegó a lo de su hermana, y abrió la puerta con angustiosa ansiedad.

— ¡Gabriel! ¿Dónde estuviste? Estuve cuatro días llamándote a tu casa sin parar —explicó Karen, sorprendida por la visita.

— Salí… de vacaciones —balbuceó su hermano. — ¿Vos cómo estás? ¿Estás mejor?

— Sí, tratando de superarlo.

En ese momento, suena el timbre. Karen se aproxima a la puerta, dejando a Gabriel con sus pensamientos. Sabía que nada de esto tenía sentido, pero de algún modo, se las ingenió para sortear al destino, salvar a su hermana y que vuelva todo a una relativa normalidad.

— Gabi… —llamó Karen. Gabriel volteó y el asombro y el pasmo invadieron su ser. — Ellos son los nuevos vecinos, van a vivir en la casa de al lado. Su nombre es Griselda, y a él lo conocerás, es el famoso folklorista catamarqueño, Omar.

La pareja sonrió amablemente, y lo saludaron estrechando su mano.

La Entrada Maldita 1

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