En el Centro Histórico de la Ciudad de México, existe una lugar muy famoso llamado «La Fonda Sarita», donde todo el tiempo se come muy bien. Cuenta la leyenda que hace años su propietaria original, Doña Sofía, alquiló el local que en aquel entonces estaba muy descuidado, para poner un restaurancito humilde. Ella era madre soltera de tres hijos, Rocío, María de Jesús y Leonardo, a quien cariñosamente todos llamaban Leo.
Los chicos eran muy trabajadores y siempre ayudaban a su madre en la fonda. Un día, el albañil que estaba haciendo arreglos en el baño tumbó una pared y le desveló a Doña Sofía un macabro descubrimiento: había una habitación oculta y contra la pared, un esqueleto con una larga cabellera de ébano, un largo vestido negro lleno de cenizas y estaba encadenado al muro.
Muy espantada, la mujer decidió dar aviso a las autoridades y en su ausencia, Leo se acercó al esqueleto, sintiendo lástima al imaginarse lo que la muchacha habría sentido en vida al ser dejada ahí.
Fue por eso que con mucho cuidado la descolgó de las cadenas, para que al menos pudiera descansar en paz.
Por si lo del esqueleto no hubiera sido suficiente, a Doña Sofía le empezaron a ir muy mal las cosas. Leo se enfermó, el arrendador le subió la renta del local por la pared tumbada y para colmo, nadie se pasaba por la fonda. Si seguían así se iban a acabar todos sus ahorros.
Un día, una muchacha llamada Inés llegó a pedirle trabajo. Era muy hermosa, vestía de negro y tenía un largo cabello oscuro.
Muy apenada, Doña Sofía le dijo que no le podía dar trabajo pues las cosas estaban yendo pésimas en la fonda. Pero Inés insistió:
—Déjeme ayudarla por favor, vengo de muy lejos y no tengo donde quedarme. Me conformo con que me deje quedar en un cuartito, con un catre para dormir y algo de comer.
Doña Sofía aceptó tenerla en la fonda, más que nada por lástima y le pusieron un colchón en la habitación que estaba escondida detrás del baño. A partir de ese momento, las cosas mejoraron para su negocio. Todos los días tenían gente a reventar y su sabrosa comida se hizo muy famosa en la ciudad. Pasados los meses, reunió el dinero suficiente para comprar el local y hacerle mejoras. Leo también se recuperó y se hizo muy amigo de Inés, quien parecía tenerle un enorme cariño.
Así, la familia de Doña Sofía también pudo cambiarse a una casa más grande y cuando invitaron a Inés a vivir con ellos, esta se negó amablemente. Aquel día, era el cumpleaños número doce de Leo y cuando ella se acercó a abrazarlo, al niño le pareció que se despedía.
—Gracias por tener compasión de mi sufrimiento —le susurró al oído.
A la mañana siguiente, cuando abrieron la fonda, no la encontraron por ninguna parte. Nunca más volvieron a saber de ella.
Pero «La Fonda Sarita» continuó siendo un lugar muy célebre y próspero.
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