Era el mejor lugar para comer en todo el pueblo. La fonda de Doña Carmen podía no ser un restaurante elegante, ni tener grandes lujos en su interior, pero un lugar bien bonito y agradable en el que disfrutar de una comida a gusto. Se encontraba en la cima de un pequeño monte pegado al poblado de San Germán, y para entrar se tenía que subir por una pequeña escalinata de piedra.
Había una pequeña terraza y mesas de madera, y todo estaba pintado con colores brillantes que le brindaban un aspecto acogedor al lugar. Pero lo mejor por supuesto, era el sazón de Doña Mercedes, que se preciaba de preparar todo tipo de delicias.
Pasteles de pollo y filetes de res empanizados, sopas que reanimaban hasta al más triste, un mole de tres chiles que era el preferido de los lugareños y ricos frijoles sazonados. Pero su especialidad sin duda alguna, era un suculento estofado de finas tajadas de carne, que sus clientes no paraban de pedir a montones.
—¿Cuál es su secreto, Doña Mercedes? —solían preguntarle con intriga, pues nunca habían probado una carne tan suave y tierna, tan deliciosa al paladar.
—¿Cuál va a ser? Simplemente cocinar con gusto —respondía ella enigmáticamente, al tiempo que intercambiaba una mirada con María, la joven muchacha de ojos negros que le ayudaba en el negocio.
María una chica guapísima, pero nunca hablaba y evitaba acercarse demasiado a los comensales, como no fuera para servirles.
Además de ella estaba Juan, un hombre alegre que era quien le llevaba carne a Doña Mercedes para preparar sus sabrosos guisados. A veces, los chicos del pueblo lo veían subir hasta el restaurantito arrastrando pesados fardos y se intimidaban.
Siempre había manchas de sangre en el fondo de las bolsas.
—¡No se espanten, muchachos! —solía exclamar Juan de buen humor— Si nomás son menudencias y retazos de animales para cocinar. No vayan a pensar mal.
Un buen día, a Juan no se le vió acarreando bultos como de costumbre. Su camioneta estaba a la entrada del pueblo como siempre, pero de él no había ni rastro. Los lugareños se extrañaron.
—Qué raro —decían—, él siempre anda por aquí a estas horas. ¿Se habrá demorado en la fonda?
Un par de hombres subieron a investigar, pues Juan era amigo suyo y querían asegurarse de que estuviera bien. Llamaron a la puerta y nadie contestó, así que entraron por su cuenta.
Un aroma delicioso provenía de la cocina, como de costumbre. Inofensivamente se asomaron.
—Buenas Doña Mercedes, queríamos ver si… —el saludo de los hombres se cortó en seco y el hambre fue reemplazada por las naúseas.
Una pared estaba mancha de sangre y en una mesa, yacía un cuerpo destazado como si fuera un animal. Lo reconocieron al instante. Era el de Juan.
Doña Mercedes se volvió hacia ellos con sorpresa.
—Es que ayer no pudo traerme carne como de costumbre —dijo, casualmente—. No pudo atrapar a nadie esta vez. Ya ven lo que tiene que hacer una.
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