Cuando Henry entró en aquella tienda de antigüedades, no tenía proyectado comprar nada para su sobrino. De eso se haría cargo en la juguetería que estaba al cruzar la calle. Sin embargo, siempre le gustaba mirar objetos antiguos; a veces tenía un poco de suerte y encontraba algo que valía la pena restaurar y podía vender por el doble de su valor.
Uno debía sacarle el máximo provecho a una profesión tan poco valorada como la de restaurador, lo apasionaban las cosas con historia.
Miró una tetera de porcelana china y una pianola del siglo XVII, sin particular interés. Por lo visto no había nada que estuviera al alcance de su bolsillo ese día.
Estaba por retirarse cuando algo llamó su atención.
Se trataba de un muñeco muy curioso, un payasito, con el pelo pajizo pajizo y una boina verde sobre la cabeza. Tenía ojos profundos y un maquillaje muy curioso sobre sus facciones infantiles. Le recordó mucho a su sobrino.
—¿Puedo ayudarle en algo, señor? —preguntó el dependiente, saliendo de detrás del mostrador— Ah, es usted de nuevo. ¿Encontró algo que le interese llevar? Tengo una caja de música muy parecida a la que compró la última vez.
—En realidad —dijo Henry—, estaba interesado en saber el precio de este muñeco.
—¿Ese? Acaba de llegar hace poco, no creo que tenga tanto valor como otros objetos de aquí.
—Lo quiero para mi sobrino, cumple siete años el fin de semana.
—Ah, comprendo —dijo el dueño de la tienda—, pues si quiere, se lo puedo dejar en diez dólares. La verdad no esperaba que se vendiera, es algo raro. Pero si a usted le parece…
Henry asintió satisfecho y se marchó con el muñeco a casa. Lo puso en un estante de su habitación y se fue a dormir.
Por la noche, se despertó al escuchar el llanto de un niño. Medio dormido, se preguntó si el hijo de sus vecinos estaría despierto… hasta que se percató de que los sollozos se escuchaban en su habitación.
Pálido, Henry miró hacia el estante. La expresión del payasito había cambiado por completo, ahora tenía unos ojos tristísimos y se boca se curvaba hacia abajo, en un gesto de melancolía. Una lágrima pequeña brillaba en su mejilla.
—Imposible —murmuró, levantándose para tomar el juguete entre sus manos—. Debo de estar soñando.
En ese momento, las pupilas del muñeco se movieron para fijarse en las suyas y Henry sintió que lo recorría un escalofrío de terror. Ese maldito payaso lo estaba mirando.
No tuvo tiempo de reaccionar. El juguete se movió y le saltó encima, haciendo que trastabillara y cayera en el suelo.
Henry soltó un grito de terror que despertó a varios de sus vecinos.
***
Al día siguiente, Henry miró como la policía forense recogía su cuerpo del suelo, el cual yacía con una expresión escalofriante en el rostro. Y él, atrapado dentro de ese maldito muñeco de payaso, no podía sino sonreír falsamente, impotente y desesperado.
Estaría condenado a llorar para siempre.
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