Nadie supo como fue que comenzó exactamente. Un día, los niños empezaron a comportarse de maneras extrañas. Sus juegos habituales comenzaron a ir un poco más lejos de lo habitual. Ya no se conformaban con jugar a las escondidas o al pilla pilla; sino que se ponían a arrojarle piedras a los ancianos, aflojaban los frenos del auto de sus padres o empujaban a las señoras que no sabían nadar al río.
Hubo muchos correctivos que no sirvieron de nada. Era como si una semilla de maldad hubiera germinado en ellos, nuestros niños inocentes, que tan buenos habían sido desde siempre.
Entonces sucedió, algo hizo mella en ellos. Algo maligno.
Una noche, las casas se llenaron de fuego y de gritos. No eran ellos quienes intentaban escapar, eran sus padres.
Los chiquillos corrían en las calles de un lado a otro, armados con palos, con cuchillos, con cualquier cosa de la que se pudieran valer para hacer daño, como si fueran a enfrentarse contra un enemigo mortal. Solo que tal enemigo en realidad no existía.
Los adultos fueron tomados por sorpresa. A algunos los apalearon hasta la muerte. Otros, fueron cruelmente estrangulados o apuñalados. A otros les dispararon con los revólveres que inconscientemente, los mayores guardaban en sus cajones.
Y así, una a una, las personas mayores de dieciocho años fueron muriendo, padres, abuelos, hermanos, tíos. ¡Mis propios hijos se volvieron contra mí! Vi morir a mi esposa con estos ojos cansados; Elisa, mi pequeña de diez años de edad, le atravesó el pecho con un cuchillo de cocina.
Y yo corrí a refugiarme en el sótano, como el cobarde que soy, escuchando como todos los demás perecían afuera a manos de los niños. Entre ellos mis propios hijos.
Nadie puede ayudarnos o al menos no pudieron hacerlo a tiempo. Somos un pueblo pequeño, ubicado a cientos de kilómetros de las ciudades más próximas. Cuando algo pasa aquí nadie se entera, a menos que salga alguien a hacer eco de la noticia.
¿Quién podría informar de algo así a las autoridades, al ejército? Son solamente niños, ¿quién podría hacer algo en su contra?
Aún me parece estremecerme cuando recuerdo como Ben, mi pequeño campeón, se volvió hacia mí con una sonrisa infantil en su rostro y la pistola que guardaba en mi escritorio por precaución en su manita, queriendo dispararme. Tal y como si estuviéramos jugando.
Cuando la bala me rozó el hombro, apenas y tuve tiempo de correr para esconderme.
No sé cuantos queden con vida. Tal vez sea el único.
Tal vez no por mucho tiempo.
Dubitativo, observo la escopeta que tengo en mi mano. Tuve suerte de hallarla aquí. La acabo de cargar pero la muñeca me tiembla al sujetarla.
No quiero hacer esto. Por favor Dios mío, no quiero hacer esto.
Ayúdame a salir con vida de esta. Haz que todo se trate de una pesadilla. No quiero matar a mis hijos.
Escucho con desazón como las puertas que conducen al sótano se abren. Luego, un coro de risas infantiles.
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