Durante el siglo pasado, cuentan que vivió en la ciudad mexicana de San Luis Potosí una mujer, cuyo solo nombre inspiraba temor en los lugareños. La llamaban La Maltos, pues era una persona muy malvada y que todos sabían, practicaba las artes oscuras para obtener todo cuanto deseaba. Dinero, respeto, poder; las autoridades jamás se metían con ella por el mismo miedo que les provocaba.
Por las noches, se podía escuchar a la bruja deambular por las calles en una carroza tirada por dos caballos demoníacos y ay de aquel a quien se encontrara en el camino.
Con el tiempo, La Maltos se instaló en una de las casas más lujosas del centro de la urbe. Una construcción de tipo colonial con múltiples habitaciones y un amplio patio central en el que, según las malas lenguas, tenían lugar los más oscuros rituales.
Desgraciadamente no fueron pocos los que sufrieron en sus manos. Valiéndose de su reputación, irónicamente, la mujer consiguió que fueran a parar a su casa todas las personas que eran acusadas de practicar hechicería. Allí, los desgraciados eran torturados hasta sacarles las más atroces confesiones por la fuerza, muriendo muchas veces de su ejecución por la brutalidad de los métodos que empleaba la malvada.
Pero no le duraría tanto tiempo su buena suerte.
Llegó el momento en el que las autoridades, haciendo caso omiso de toda represalia que pudieran recibir, ordenaron el arresto de la bruja, pues había matado a hombres muy importantes. Los encargados de cumplir con tan siniestra orden, le imploraron que no cobrara venganza en su contra. Los guardias que vigilaban su celda también le pidieron disculpas, temerosos de su mirada de fuego.
Se estaba preparando para ella una enorme hoguera, en la que sería condenada a arder ante los ojos de decenas de aliviados lugareños.
La Maltos no mostró señal alguna de ira contra sus captores. Por el contrario, permaneció en silencio y pidió únicamente que le entregaran un trozo de carbón, para hacer un dibujo en la pared. Quería tener ese placer antes de entregar su alma, no al creador, sino a su opuesto que habitaba en los infiernos.
En la cárcel no pudieron negarle ese último favor.
Durante los días anteriores a su ejecución, La Maltos se la pasó dibujando sobre un muro viejo y cuarteado, sin pronunciar una sola palabra. Al final, cuando el guardia que lo custodiaba miró a través de la diminuta rendija que había en la puerta, por donde le pasaba la comida, se quedó anonadado.
La mujer había retratado una enorme carroza negra a la perfección, con un par de caballos furiosos e igualmente oscuros. Los animales y el vehículo tenían tanto realismo en sus detalles, que solamente les faltaba echarse a andar. Y como si intuyera su mirada, La Maltos miró por encima de su hombro y sonrió con una profunda maldad, antes de saltar en su pintura y meterse en el carruaje, que se alejó a toda velocidad.
Nunca nadie volvió a verla en la ciudad.
¡Sé el primero en comentar!