Esta era una mona que había tenido dos hijos pequeños. Ambos eran muy similares y por lo tanto, cualquiera esperaría que su madre no hiciese diferencias entre ninguno, como hacen todas las buenas madres. Esta mona, sin embargo, tenía un hijo preferido al que mimaba y consentía en todo.
El monito siempre era sobreprotegido por su madre, quien le prohibía subir a jugar a las ramas más altas de los árboles y le escogía las mejores frutas para que se alimentara. Todos los días lo acicalaba con sus propias manos y le pedía que se quedara a su lado, en vez de dejarlo divertirse con los otros monos, pues tenía miedo de que se lastimara.
—Yo sé bien lo que hago como madre —replicaba, cuando el monito trataba de convencerla de que lo dejara estar un rato.
Su hermano en cambio, apenas si recibía atención por parte de su mamá, quien no lo consideraba tan bonito como al otro. Siempre se había mostrado despreocupada por él, diciendo que estaba ta mayor para arreglarse, conseguir su propia comida y cuidarse solo.
A causa de esto, el monito se hizo muy independiente y con el tiempo no necesito de nadie para sobrevivir. En cambio su hermanito, tan mimado como estaba, no sabía hacer prácticamente nada.
Un día, la mona se encontraba alimentando a su favorito como de costumbre, cuando escuchó a lo lejos las trompetas de caza. Enseguida oyó los ladridos estruendosos de un perro, que se dirigía a toda prisa hacia donde estaban ellos.
Muy asustada, cogió al hijo que más le gustaba en brazos para escapar.
—Voy a salvarte la vida como sea —le dijo con decisión, a la vez que su otro hijo se aferraba fuertemente a su espalda.
Ella estaba tan ocupada corriendo que no quiso darle importancia a esto; los ladridos del perro se escuchaban cada vez más cerca y en su desesperación, la madre no vio el roble que se levantaba ante ellos, por ir volteando sobre su hombro para ver si venía el can.
Se estrelló contra el árbol tan fuerte, que la cabeza de su hijo sufrió un golpe terrible y lo mató al instante.
La mona gritó horrorizada y trató de reanimarlo. Ya era demasiado tarde. Todavía entre sus brazos, el cuerpo del monito parecía dormido y su mamá lloró lágrimas muy amargas.
—Qué tonta he sido —se dijo a sí misma—, ahora me doy cuenta del mal que le hacía al cuidarlo demasiado. ¿Pero yo que iba a saber? Si él lo era todo para mí y yo temía tanto que se hiciese daño.
Mientras hablaba, el otro monito ya se había subido a la copa de un árbol y ahora jugaba entre sus ramas alegremente, a salvo del peligro que representaba el perro.
—En cambio aquel, que bien le ha hecho estar solo. Ya no me necesita —dijo la mona—, soy una mala madre. Prefiero morir aquí mismo que seguir viviendo con esta vergüenza.
Y así, dejó que el perro la alcanzara.
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