Vivir en una granja rodeada por enormes maizales, era algo que podía resultar aburrido para muchas personas. Pero cuando yo era niño, aquellas altas cepas de maíz constituían todo un mundo impresionante para mí; un laberinto de ortigas inescrutable por el que podías tomar cientos de caminos, siempre que no te alejaras demasiado.
Mis padres vivían de lo que consechábamos en aquellas tierras. No solo el trigo, sino también las calabazas, los nabos, las coles y tantos otros vegetales que enviábamos directo a los supermercados de la ciudad, o que mi madre se encargaba de vender los domingos en el mercado local, a orillas de la carretera.
Antes de tener la edad para cosechar como ellos, me la pasaba jugando con mis hermanos entre los maizales. A veces imáginabamos que éramos exploradores que estaban en busca de una bestia salvaje, (osea, Snuggles, nuestro enorme perro pastor), o que teníamos que escondernos entre el trigo mientras uno de nosotros contaba, intentando encontrar a los demás.
Lo que más recuerdo, es como los mayores afirmaban que entre el maíz se ocultaba un monstruo y si no teníamos cuidado, podía pillarnos y hacernos desaparecer entre aquel sembradío para siempre; pues solo quienes hemos vivido en un lugar como el maizal, sabemos lo fácil que es que las cosas se pierdan en medio de los campos y lo difíciles que puede ser encontrarlas.
Fue por eso, que una tarde, mientras el sol se iba ocultando y yo trataba de encontrar a mis hermanos en otro juego de escondidillas, me sobresalté al escuchar una voz extraña en medio del trigo.
—Hola —me saludó, pero yo no vi a nadie.
No era una voz profunda ni cavernosa, pero había algo en ella que me inquietaba de sobremanera. Tenía cierto tono malicioso y burlón que me inquietaba, inconscientemente. Me sentía observado.
—¿Quién está ahí? —pregunté, con desconfianza.
—Solo alguien que se siente muy solo.
—¿Por qué?
—Por qué nadie viene a verme —ahora la voz parecía entristecida—, llevo mucho tiempo aquí, esperando tu visita.
—¿Me estabas esperando?
—Siempre te veo jugar con tus hermanos a lo lejos, te has alejado más esta vez.
Recuerdo que sentí un nudo en la garganta y empecé a mirar hacia atrás, esperando ver a alguno de los chicos.
—Tengo… tengo que irme…
—Quédate, pequeñín —trató de convencerme aquella voz desconocida—, quédate y podremos divertirnos juntos. ¿No te gustaría conocerme?
No respondí.
—¿No quieres conocerme? —volvió a preguntar aquel ser desconocido, impaciente.
Algo se movió entre el maíz y yo me quedé paralizado. Era algo grande, algo que no alcancé a distinguir por completo… por qué de inmediato me di la vuelta y eché a correr. Y aquella cosa, fuera lo que fuera, trató de darme alcance, respirando pesadamante y pisándome los talones…
Cuando llegué a la casa lloré de alivio. Mis padres me vieron pálido pero no me creyeron, al igual que mis hermanos.
Desde ese día, jamás volví a jugar en el maizal. Ni siquiera ahora que soy un adulto, me gusta ir.
Sé que está ahí. Esperándome.
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