En el campo habitaba una alondra que se había vuelto experta en rapiñar todo tipo de cosas. Le gustaba revolotear aleteando en las casas de las pocas personas que vivían cerca, para ver que podía tomar. Primero comenzó con cosas sencillas, como migajas de los pasteles que dejaban a enfriarse en las ventanas y que ella se comía con gusto.
Luego fue atreviéndose más, entrando en las alacenas de sus cocinas y en el granero, para robar toda clase de sabrosos alimentos, como granos de arroz y cereales, azúcar y vegetales, que llevaba a su nido para darse un festín.
Más adelante, la alondra desarrolló cierto gusto por las cosas brillantes y se dedicó a robar cuanta joya pequeña encontraba en los alhajeros de las muchachas. Diminutos anillos, pendientes de perlas, collarcitos, todo eso le gustaba a ella y se adornaba con tales objetos, imaginando que era una gran señora.
Su vecino, el jilguero, veía todo esto con malos ojos y un buen día la aconsejó.
—No deberías tomar lo que no te pertenece —le dijo—, esa gente le tiene mucho aprecio a sus cosas y no tienes derecho a quitárselas. Además, ya todos comienzan a darse cuenta de estos pequeños hurtos y no tardan en salir a cazarte.
—¡Solo estás celoso porque yo tengo todas estas cosas bonitas y tú nada! —le replicó la alondra— No es mi culpa que no seas tan listo como para tomar nada.
—Yo no necesito nada que no me haya ganado honestamente. Y una cosa si te digo, esas personas a las que estás robando te van a atrapar.
—¡Tonterías! No hay nadie que sepa rapiñar mejor que yo —dijo la alondra muy ufana.
El jilguero se retiró muy decepcionado, pero el tiempo no tardaría en darle la razón. Esa pajarita era demasiado orgullosa y muy impulsiva.
Un día, lo alondra se puso a volar por un campo repleto de espigas de trigo, ignorando que los labradores habían puesto trampas para atraparla, ahora que estaban al tanto de que algún animal estaba hurtando en sus granjas. La alondra se fijó en una espiga preciosa y dorada como el sol, y quiso llevársela a su nido.
Ya había visto una que otra trampa al acercarse a los sembradíos y aunque el trigo no era tan valioso como otras cosas que había robado antes, decidió hacer el intento, solo por presumida.
Allá fue y muy tarde, se dio cuenta de que había otra escondida y suspiró asustada.
—Qué tonta he sido —dijo lamentándose—, debí haber escuchado al jilguero. Ahora seguramente acabarán conmigo. Lo peor es que no será siquiera por algo que realmente valiera la pena robar, como el oro o la plata. Sino por mi orgullo y una espiga de trigo.
Y lo que este cuento corto nos ha enseñado, es que tenemos que ser más precavidos. Siempre se dice que quien no arriesga no gana, pero lo cierto es que hay ciertas cosas por las que no vale la pena ponerse en riesgo.
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