En un pequeño pueblo habitaba un terrible gigante, cuyo carácter era muy egoísta y su genio verdaderamente de temer. Él habitaba en una casa con un jardín muy hermoso, lleno de flores de diversos colores y fragancias, árboles enormes y un césped muy brillante.
Tan hermoso era que a los niños les encantaba jugar en él. Pero esto al gigante le molestaba mucho, pues creía que solamente él tenía derecho a disfrutar de todas aquellas flores.
Un día, al descubrir que los pequeños se habían metido sin su permiso, salió gritando y haciendo aspavientos con las manos para ahuyentarlos.
Los niños se fueron corriendo despavoridos.
Satisfecho, el gigante volvió a su casa a estar en soledad. Llegó el invierno y él las fiestas de Navidad, pero el gigante no tenía a nadie con quien pasarlas. Lo peor de todo era que el frío le calaba los huesos y lo hacía sufrir mucho.
—¡Cuanto quisiera ver un solo rayo de sol! —se dijo con tristeza.
De repente escuchó unas risas en el jardín y se asomó a la ventana. Nuevamente los niños se habían metido sin su permiso, reían y cantaban mientras jugaban alegremente. Y lo más increíble era que en aquel rincón donde los pequeños permanecían, parecía ser aun primavera. El sol iluminaba las flores y el follaje de los árboles seguía verde.
El gigante comprendió que la inocencia de los niños era lo que atraía a la primavera y muy arrepentido, salió a reunirse con ellos. Pero los chiquillos nada más verlo, echaron a correr aterrorizados.
Todos menos un pequeñito, que lloraba porque le era imposible subirse a un árbol.
Conmovido, el gigante lo tomó en sus manos y lo depositó delicadamente en una rama. Los otros pequeños, al ver aquello, se acercaron a él aliviados y el gigante les dio la bienvenida.
Jugaron toda la tarde y los rayos del sol volvieron a tocarlo de nuevo, haciéndolo sentir más querido de lo que nunca se había sentido.
Años después, el gigante había envejecido y los niños seguían acudiendo a jugar en su jardín. Al único al que no había vuelto a ver, había sido a aquel chiquitín que se había subido en su árbol, riendo. Por eso se sorprendió bastante cuando, una Nochebuena, el mismo niño apareció en su jardín, volviendo a jugar en la copa de un árbol.
—Hola, amiguito —le dijo el gigante—, ¿por qué ya nunca volviste a visitarme? ¿Y qué son esas heridas en tus manos y tus pies? ¡Dime quien te las hizo y ya mismo voy a darle una lección!
—No se preocupe por mí, señor gigante —le dijo el niño—. Hoy he venido a llevarlo conmigo a un lugar precioso. El paraíso nos está esperando.
Solo entonces, el gigante comprendió que aquel pequeño era el niño Jesús, que hace tantos años le había enseñado la importancia de la generosidad. Echándose a llorar, tomó su mano y lo siguió hasta el cielo. Y en su jardín, las flores no se marchitaron jamás.
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