Las paredes del hospital son blancas y están desnudas, aumentando ese ambiente sobrio que envuelve a toda la habitación. Nunca me han gustado los hospitales; desde niño me han dado mala espina. Ojalá no tuviera que estar ahora aquí. Pero mamá ha vuelto a tener una recaída y bueno, ¿qué clase de hijo es quién no puede venir a acompañarla un rato?
Todos mis hermanos se han estado turnando a lo largo de la semana para venir a verla. Hoy ha llegado mi turno. Pasamos la noche a su lado porque siempre ha tenido miedo de quedarse sola, le leemos y le ayudamos a comer.
Ninguno de nosotros quiere hablar de las posibilidades, aunque ya nos advirtió el médico que el cáncer en su pulmón estaba demasiado avanzado.
La vida es así, ¿sabes? Un buen día todo parece estar en orden y al siguiente te enteras de que no debiste haber fumado demasiado, pero demonios, es un hábito tan relajante y tan difícil de dejar.
Mamá siempre fumaba en casa. Lo hacía después de un largo día cocinando y limpiando para nosotros, y también cuando no podía dormir o tenía frío en invierno.
Como fuera, jamás lo hizo delante de nosotros, eso sí que no. Si tenía ganas de fumarse un pitillo, simplemente salía al jardín o esperaba a estar a solas en su habitación. Y por supuesto, siempre nos advertía que nosotros no debíamos hacerlo.
—Es un hábito muy feo —decía.
Claro que la cosa no quedaba muy clara cuando le preguntábamos, por qué lo hacía entonces. A veces los seres humanos podemos ser la mar de singulares.
Le eche un vistazo mientras dormitaba, en la cama de hospital. Tenía un respirador conectado y dos enormes ojeras debajo de sus ojos, que nos habían mirado con tanto amor. Sus manos reposaban sobre su estómago, pálidas y arrugadas, con algunas manchas diminutas.
Manos que habían perdido su tersura y su belleza, después de cocinar incontables comidas para sus hijos, limpiar todo lo que ensuciaban, zurcir camisas y calcetines y peinar cabellos infantiles… de repente se me ocurrió que nunca había reparado en todo lo que ella había hecho por nosotros, hasta ahora. Un enorme sentimiento de ternura y comprensión me invadió.
Tomé una de sus manos entre las mías, la acaricié, sintiendo cada arruga, las callosidades que ahora coronaban sus dedos. No eran unas manos bonitas, lo sé. Pero a mí me parecieron las más hermosas del mundo.
Mamá despertó brevemente y pude ver que me sonrió.
—Te quiero —le dije, dos palabras que hace años no salían de mi boca hacia ella.
Supongo que jamás reparé en lo mucho que seguía necesitándola, hasta ese momento.
Mamá murió esa misma noche, en medio de un sueño pacífico. La máquina a la que estaba conectada, de repente emitió un pitido agudo y prolongado, y supe que no había ya nada más que hacer.
Hay momentos en los que todavía me parece escucharla al despertar, diciéndome con voz amorosa que el desayuno está listo.
¡Sé el primero en comentar!