El gran rey de los animales estaba enfermo, para sorpresa de sus súbditos. El león no podía salir a cazar y se quejaba en su cueva, aquejado de fuertes dolores. Un búho muy sabio, consejero del felino, acudió a verlo tan pronto como le dieron aviso, pues siempre había sido capaz de encontrar una solución a todos sus malestares.
Determinó pues que Su Majestad debía quedarse a descansar en casa por algunos días, hasta que los dolores pasaran. Eso le pareció bien al león, pero pronto habría de aburrirse al pasar el tiempo.
—¡Me aburro terriblemente! —le confesó a uno de sus hermanos— Si tan solo tuviera algo de diversión para no pasarla tan mal…
—¿Por qué no convocamos a todos los animales para que vengan? Así podrás charlar un rato con cada uno de ellos —le propuso el otro—, cada uno tendrá muchas cosas que contar.
—Esa es una excelente idea —convino el león—, encárgate de llamarlos a todos. Y para que nadie se abstenga de venir, habrás de decirles que pueden estar tranquilos, no me los voy a comer. Solo quiero platicar.
Se hizo pues el anuncio y todos los animales acudieron a ver a su rey, honrados de que quisiera conversar con ellos. Cebras, bueyes, pájaros, jirafas y demás, llegaban muy ufanos a solicitar una audiencia con el monarca de los animales, preparando sus mejores anécdotas para brindarle un buen rato.
El procedimiento siempre era el mismo: los invitados llegaban a la cueva y entraban siguiendo las indicaciones del león.
Así pasaron varios días, hasta que le tocó el turno a la zorra.
Ella llegó, desconfiada como era por naturaleza y se quedó ante la entrada de la cueva. El león se alegró mucho de verla.
—Bueno, pasa querida, no te quedes ahí afuera. Vamos a conversar.
—Gracias, pero prefiero conversar desde aquí, si no es molestia.
El león arrugó la cara, consternado.
—Se platica mucho mejor aquí adentro. Es cómodo y hay sombra, ahí fuera te vas a sofocar de calor.
—Insisto en que estoy bien aquí. ¿De qué desea conversar Su Majestad?
Pero el león no se quedaba a gusto con ninguna explicación. Hablaron un rato, hasta que finalmente, él decidió preguntarle por qué no quería entrar.
—Ah, Su Majestad, no crea usted que yo soy tan tonta —dijo la zorra—. Veo las huellas de todos los animales que han venido a verlo, entrando a su casa. Sin embargo no hay ninguna pisada saliendo de aquí. ¿Los otros jamás llegaron a abandonar la cueva, verdad?
Y la zorra tenía toda la razón. El león había actuado de buena fe al invitar a los demás animales, pero sin poder controlar sus instintos, los había devorado de uno en uno, tan pronto como entraban a saludarlo.
La moraleja de esta historia es: Nunca te fíes de alguien a quien conoces cuando te promete algo imposible. Habrá quienes te quieran convencer con su palabra, pero esta no vale de nada cuando tienen vicios o instintos que son irremediables.
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