Un día, salió el ciervo a dar un paseo, aprovechando lo bello que estaba el sol. Pero el clima era caluroso y pronto tuvo necesidad de saciar su sed. Pudo hacerlo en un estanque de aguas claras y frías, en el que metió su hociquito con deleite:
—¡Qué rico es beber de un manantial como este cuando hace tanto calor! —pensó en voz alta, satisfecho.
Y de pronto, se percató del reflejo que el agua clara le devolvía de si mismo, con sorpresa y satisfacción. Se dio cuenta de que ciertamente, era una criatura mucho más guapa de lo que suponía. Con su estampa elegante, sus ojos grandes y la bella cornamenta que decoraba su cabeza, hermosa como una corona.
—¡Pero que largas y flacuchas son mis patas! —exclamó con horror— Para tener una cornamenta tan grande y soberbia, no parecen ser muy atractivas en un animal como yo. ¡Ojalá y pudiera cambiarlas por las patas anchas y poderosas de un león! Eso sí que sería un orgullo.
Tan ocupado estaba el ciervo en mirarse y reprocharse, que no se percató del enorme león que lo acechaba a sus espaldas. No fue sino hasta que escuchó un potente rugido, que sin mirar atrás se echó a correr, siendo seguido por el depredador.
Y las patas larguiruchas de las que tanto se quejaba, resultaron servirle de maravilla para aventajarlo en un dos por tres.
Pero he aquí que pasó por un sitio lleno de árboles enrededados y los cuernos se le atoraron en las ramas entrecruzadas de algunos. ¡Esa cornamenta de la que tanto se enorgullecía, había resultado ser su perdición! Y mientras tanto, el león estaba cada vez más cerca.
Lo único que pudo hacer, en un último intento de salvar la vida, fue dar un fuerte tirón con la cabeza que increíblemente, funcionó.
El ciervo escapó corriendo a toda velocidad. Cuando el león llegó hasta la trampa con la que se había encontrado, no quedaba de él más que el polvo. Y muy malhumorado, regresó con la manada.
A salvo, el ciervo sintió sed nuevamente y buscó otro estanque para refrescarse después de la carrera. Lo encontró en las cercanías y bebió hasta quedarse saciado. Luego se volvió a mirar en las aguas claras.
—¡Cuánto me equivoqué respecto a mí mismo! —exclamó con asombro— Han sido estas patas flacuchas de las que tanto me avergonzaba, las que me han salvado de una muerte segura. En cambio estas astas tan maravillosas pudieron haberme costado la vida. ¡Y yo fijándome en lo que carecía de importancia! Pues de ahora en adelante, no volveré a dejarme por las apariencias, ni ser superficial.
La moraleja de esta historia es: Nunca hay que dejarnos engañar por el exterior, ni menospreciar las características que nacemos. Tal vez haya algo que a primera vista no te guste de tu persona, pero el día de mañana, eso puede serte más útil que las cosas que te envanecen. No todo en la vida se reduce a ser bonito.
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