Ya estaba atardeciendo, y María Luisa dejaba el puesto de empanadas en la calle central de Humahuaca, cerca de las escalinatas donde en su punto más alto se sitúa un monumento majestuoso de Indios que, por su gesticulación, ofrecen resistencia a un ataque invasor cuatro siglos atrás, seguramente.
Madre soltera, criada en una finca cerca del pueblo, donde su padre oficiaba como peón. No tuvo educación primaria, su vida estuvo dedicada al trabajo campesino.
De grande, fue desafortunada con el amor. Su pareja, con la que tuvo cuatro (el más grande tiene doce) la golpeó continuamente mientras duró la relación, y un día dijo basta.
Una tarde, dos chicas turistas la vieron en el puesto de empanadas con un ojo morado y llorando, y se le acercaron para ayudarla a empoderarse, hacer la denuncia correspondiente y terminar con el tormento en el que se hallaba.
Ahora, Maria Luisa estaba plena. Trabajaba todos los días del año, le alcanzaba para llenar la pancita de sus cuatro hijos, y disfrutaba la vejez de sus padres visitándolos cuando podía.
De postura tenaz y mirada fija, ella caminaba del trabajo a su casa y a buscar a la escuela a los niños, la rutina habitual. Su sombrero, su pollera, sus ojos y su pelo negro, no reflejaban la desazón de años atrás.
Un día de verano en Humahuaca, decidió ir unos días a la casa de los padres que quedaba en Aparzo, dentro del valle escondido, inmerso en los valles y en la interminable Puna Jujeña.
Llegaron con los niños y los abuelos los recibieron con un abrazo y muchas historias para contarles a Juan, José, Claudia y Beatriz, los cuatro hijos de María Luisa.
Se hizo de noche, mientras los chicos correteaban por los parajes desolados, entre llamas y vicuñas. La abuela se puso a cocinar unas empanadas de queso para comer por la noche y celebrar la unión familiar.
Luego de la cena, en la casa de adobe de los abuelos se respiraba olor a palo santo y leña quemada. Las luces del pueblo se fueron apagando y los niños se metieron en cuatro camas con excesivas frazadas que preparo la abuela.
Entre tanto, el abuelo Pedro fue hasta la pieza a saludarlos y contarle una de sus historias antes de que se duerman.
«Coquena, como le decimos nosotros, es un chango(1) que recorre la Puna por la noche y protege a las llamas y las vicuñas. Conduce grandes rebaños de animales ¡Tan grandes como los puedan imaginar! cargados de oro y plata, utilizando víboras en forma de cuerdas.
Él no puede ser visto por los humanos, porque se convierte sin esfuerzos en aire. Solamente es amigo de las llamas y vicuñas, y como las protege con todo su corazón, castiga al que las deprede por pura satisfacción.
Es benevolente, solo que defiende a sus compañeras. Aunque ayuda al hombre desdichado que no tenga para comer, penetrando en sus sueños y dándole la ubicación de algún animal que se haya alejado de la manada sin crías, para que pueda cazarla.
Por eso, yo antes de dormirme susurro hacía mis adentros: Coquena, sos el dueño de toda la Puna y del amor.. de la luna que nació para alumbrar».
(1) Chango: En el interior de Argentina se le da el significado de muchacho o niño.
¡Sé el primero en comentar!