En lo más profundo del bosque habitaba un fiero león, que desde muy joven se había coronado como rey de los animales. Todos lo respetaban y le temían por sus afiladas garras, sus fauces enormes y su habilidad al cazar; por eso no había ni una sola criatura que no obedeciera sus órdenes.
Pero el tiempo no pasa en balde y como era de esperarse, con los años el león fue perdiendo su fuerza y cediendo a la vejez. Un buen día se levantó con tal malestar, que requirió la visita de un médico y este le aconsejó guardar reposo. Lo que no sabía él era que el león estaba fingiendo: como ya no era joven para salir a cazar, se fingía enfermo y muy débil para causar lástima.
—Quiero que todos los animales vengan a hacerme una visita —dijo—, me siento muy solo y la compañía de los otros, sin duda me ayudará a sentirme mejor.
Así que de uno en uno, cada animal se dirigió a charlar con Su Majestad, sin saber sobre el peligro que les esperaba.
Aprovechándose de su mentira, el león hacía como si estuviera muy enfermo y les pedía que se acercaran. Una vez que se encontraban bien adentro de su cueva, este se abalanzaba sobre ellos devorándolos sin piedad.
Ya ves que era un ser muy tramposo. Pero no todos iban a caer en su juego.
Cuando la zorra llegó de visita, se quedó en la entrada de la cueva, sabiendo que algo andaba mal. Ella era muy astuta y no se dejaba engañar por nadie.
—Pasa, querida —le dijo el león, haciéndosele agua la boca al verla—, ¿no quieres que conversemos? Acércate para que podamos platicar mejor.
—No, gracias —dijo la zorra—, puedo escucharlo perfectamente desde donde estoy.
—Pero yo quiero disfrutar de tu compañía, y desde donde estás me es muy complicado verte y escucharte.
—Me parece que nos las podremos arreglar muy bien.
Molesto, el león negó con la cabeza.
—¿Pero por qué no quieres entrar conmigo? ¿Tanto desconfías de mí? ¿No ves que estoy demasiado débil y enfermo como para hacerle daño a nadie?
—Tal vez usted aparente estar muy enfermo, Majestad —dijo la zorra—, pero no he podido dejar de notar todas las pisadas de animales que entraban en su casa. Mírelas, aún se ven frescas sobre la tierra.
—¿Y eso qué?
—Si esos animales siguieran con vida, podría ver las pisadas que salen de la cueva. Pero curiosamente solo veo las que entran.
El león, avergonzado al darse cuenta de esto, tuvo que aceptar que había sido descubierto. Muy orgullosa, la zorra se fue por donde vino, para avisar al resto de los animales de lo que estaba ocurriendo.
Desde ese día el rey no tuvo más la visita de nadie. Tenía que admitir que ya estaba muy anciano como para cazar, pero que jugar sucio no le serviría tampoco para recuperar su esplendor. Pronto los animales tendrían a otro soberano y él sería olvidado por sus bajas acciones.
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