El diablo, ese pavoroso personaje tan presente en leyendas y cuentos, que desde niño nos provocaba las peores pesadillas. Concebido como la encarnación del mal en la tierra, es comprensible que la mayoría de las historias de horror tradicionales lo tengan como protagonista, o bien, se relacionen con él.
Si te gusta el terror, no dejes de leer las tres leyendas de terror reales del diablo que te presentamos a continuación.
El caballo del diablo

En el pueblito de Ixcapuzalco, Guerrero, se cuenta una leyenda que ocurrió en lo que hoy es la calle Constitución. Antes de que se pavimentara el poblado, todas las calles eran de tierra o estaban empedradas. Por este rumbo, salía todas las noches un misterioso jinete vestido de negro, montando en un caballo igual de oscuro.
Tras recorrer la calle y llegar hasta el actual zócalo, el diabólico hombre ponía a su caballo a bailar en medio de risas espantosas. Este espectáculo se prolongaba por varios minutos, aterrorizando a la gente que en sus casas, no se atrevía ni siquiera a asomarse por una ventana.
Comentaban entre ellos que el jinete era el mismísimo diablo. Pero, por extraño que parezca, no era a él a quien más temían.
Era al caballo.
El animal los llenaba de pavor pues a veces, lo escuchaban cabalgando solo y emitiendo relinchos espectrales. Cuando iba sin jinete no se conformaba con andar por una sola calle, sino que recorría todas las del pueblo. De vez en cuando, se veía su sombre envuelta en llamas y otras no se lo podía ver, pero sí que se escuchaban sus temibles cascos.
Trotaba especialmente en la calle preferida de su amo, ya que ahí, muchos revolucionaros habían muerto sin confesarse ni recibir la bendición de un sacerdote. Era por esto que sus almas estaban condenadas al infierno y el caballo iba a cuidarlas para que no se las arrebataran a su amo.
Un día, hartos de sentirse atemorizados, los pobladores fueron a ver al sacerdote de la iglesia local y le pidieron que bendijera el lugar, para que las almas de los revolucionarios descansaran en paz y el diablo no volviera. Así se hizo. El padre rocío el suelo con agua bendita y murmuró una plegaria para los difuntos.
A partir de entonces, ni Satanás ni su caballo fueron vistos por Ixcapuzalco.
El silbido del diablo

Tomás era muy conocido en el poblado de Bonce, por su escepticismo respecto a todos los asuntos de fantasmas, monstruos o brujería. Siempre se había destacado por ser un muchacho frío y que no le tenía miedo a nada. Aunque de esto último no estaban tan convencidos sus hermanos y amigos, quienes se morían por encontrar de una vez por todas la manera de asustarlo.
Un día, Tomás tuvo que ir a Santa Ana por un velorio y los chicos vieron la oportunidad perfecta para espantarlo. Robaron un ataúd y se dirigieron a mitad de camino entre ambos poblados; ahí, subieron a un gran árbol y colgaron el féretro de una de sus ramas.
A lo lejos escucharon los cascos de un caballo, era el de Tomás que ya venía de regreso. Con cuidado, soltaron el ataúd esperando que se asustara. Sin embargo, el joven frenó con su cabello al ver como lo descolgaban y adivinando que eran ellos, se puso a gritar con enfado:
—¡Ya saben que no creo en muertos, en espantos, ni ninguna de esas cosas! ¡Yo no creo ni en el diablo!
Decepcionados, sus hermanos y amigos bajaron, y decidieron que era la última vez que intentaban asustarlos.
Todos juntos se dirigían a Bonce, cuando el silencio nocturno fue interrumpido por un largo y escalofriante silbido, que a los chicos les heló la sangre. Tomás, que también lo había escuchado, no reaccionó. Sin decir una palabra se fue con su caballo hasta un desfiladero muy angosto, en el que se metió ignorando los gritos de los demás. Era como si estuviera hipnotizado por alguna fuerza desconocida.
—¡Es el diablo que se lo está llevando! —dijo uno— ¡Hay que hacer algo!
Trataron de llamarlo y de darle alcance, pero todo era inútil. Tomás avanzaba por el desfiladero sin importarle que las rocas lo arañaran y le magullaran la piel. Finalmente, uno de sus hermanos exclamó desesperado:
—¡Por Dios, deja en paz a mi hermano y llévame a mí!
En ese momento el silbido se detuvo. Tomás volvió en sí y se sorprendió al ver lo herido que se encontraba. Los muchachos lo ayudaron a salir del desfiladero y por fin regresaron a casa, donde contaron esta historia.
Desde ese día, Tomás se volvió un chico más reservado. Cada vez que hablaban del diablo, callaba con respeto y sentía un escalofrío en todos los huesos. Por primera vez sentía miedo en su vida.
La niña que le rezaba al diablo

La pequeña Alondra era una niña dulce y tranquila, que jamás había dado un disgusto a nadie. Siempre obedecía, era amable con los demás y jamás se olvidaba de decir sus oraciones. Sin embargo, había algo que perturbaba a sus padres. Y es que todas las noches, cuando la veían inclinarse a un lado de su camita para rezar antes de acostarse, ella pronunciaba unas palabras que los hacían temblar de miedo:
—… y por favor Dios, cuida mucho de mi papá, de mi mamá, de mis hermanitos y mi familia. Ah, y no te olvides de cuidar a Lucifer, ya que nadie pide nunca por él, yo lo hago. Amén.
Preocupados por esta macabra escena que se repetía cada noche, los padres de Alondra invitaron al sacerdote del pueblo a visitarlos, con el fin de que pudiera analizar a la niña.
Al principio, el clérigo se quedó extrañado. Por lo que había presenciado durante el día, la niña era un verdadero ángel y no había en su comportamiento nada que resultara escalofriante o fuera de lugar. Entonces cayó la noche y sus padres le pidieron que mirara en el cuarto de la chiquilla. Se quedó helado al escuchar sus oraciones.
—… por favor, cuida mucho de mi papá, de mi mamá, de mis hermanitos y mi familia. Ah, y no te olvides de cuidar a Lucifer, como nadie pide nunca por él, lo hago yo. Amén.
Muy preocupado, el sacerdote no supo como aconsejar a los padres. Por más extrañas que fueran las plegarias de Alondra, lo cierto es que su conducta seguía siendo inocente.
—Probablemente se olvide de decir esas cosas con el tiempo.
Pero la niña seguía rezando por Lucifer.
Un día, sufrió un accidente y para tristeza de todos murió. Su familia era de escasos recursos y no podía permitirse pagar una sepultura decente. Muy angustiados por esto, lloraban la suerte de su niña cuando de pronto, un gran cortejo fúnebre llegó a las puertas de su casa. Era algo majestuoso, seis caballos hermosos tiraban de una carroza negra, digna de una princesa y cargada con grandes coronas de rosas. Lo conducía un joven de belleza sublime, su tez era blanca e inmaculada, sus cabellos negros y sedosos y sus ojos, del color de la sangre.
Los padres de Alondra se quedaron anonadados ante la presencia de aquel hombre, pero no se atrevieron a desairarlo. El cuerpecito de la niña fue trasladado a la iglesia para ser velado y allí, en silencio, el joven lloró por ella, como si acabara de perder a alguien muy querido.
Todos se preguntaban quien sería el misterioso benefactor de la pequeña.
Finalmente, se dirigieron al cementerio y el cadáver fue colocado en un magnífico sepulcro, hecho todo de mármol y custodiado por un ángel de piedra. Los padres de Alondra, sin soportar más la intriga, le preguntaron al desconocido quien era y porque estaba haciendo todo eso por su hija.
—Por milenios, el mundo siempre me ha juzgado como su enemigo, acusándome de robar, tentar, traicionar y hasta blasfemar contra lo más sagrado. Pero esta niñita, con su inocencia, su dulzura y su cariño, no dejaba de pedir por mí cada noche, y ni una sola dejó de hacerlo, a pesar de que la temían y la castigaban.
Al escucharlo, la pareja supuso que se trataría de algún profesor de Alondra y le preguntaron cual era su nombre.
—Solo recuerden el final de las oraciones de su propia hija —y diciendo esto, desapareció dejando un intenso olor a azufre detrás de sí.
Cada invierno, la tumba de Aurora siempre se llena de rosas frescas.
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