Cierta mañana durante la madrugada, la señorita Sarah se levantó de la cama sintiendo un dolor espantoso en el vientre. Pensando que algo le habría caído mal en la cena, se dirigió temblorosa hasta el baño, imaginando que experimentaría diarrea.
No obstante, al sentarse sobre la taza del váter se dio cuenta de que esta salía por el orificio equivocado. Ahora, Sarah orinaba una marea extraña a chorros, que intensificaba sus dolores y la envolvía en un olor nauseabundo.
Fueron tales sus gritos de sufrimiento que los vecinos, pensando que alguien había entrado a su casa, alertaron a la policía de inmediato.
Cuando las autoridades se hicieron presentes en el domicilio, nada los habría preparado para lo que allí iban a ver. Sarah yacía inconsciente en el suelo, desnucada y sin nada encima más que su salto de cama. Un líquido de color marrón chorreaba desde sus muslos y a lo largo de toda su pierna derecha.
El médico que habían llevado con ellos ordenó trasladarla a un lugar más amplio, a fin de poder examinarla mejor. Cuando levantó una pierna para mirar, un aroma horrible inundó sus fosas nasales, provocando que quisiera devolver el estómago.
De pronto, algo pequeño salió despedido desde la intimidad de la mujer, saltando y retorciéndose. Al acercarse para mirar se dio cuenta de que era un camarón de fango diminuto, no más grande que la base de su dedo meñique y envuelto en una capa mucosa. Estaba vivo y trataba de moverse de manera violenta.
Fue en ese instante que los policías liberaron un grito de asombro y asco desde el baño. El interior del W.C. estaba repleto de camaroncillos de fango, que se removían como en una pesadilla.
Luego de ver aquello, el médico presente, hasta la fecha, es incapaz de comer mariscos.
Más tarde se descubriría que dos noches atrás, la señorita Sarah había comprado una langosta para cocinarla. Pero antes decidió jugar un poco con el animal. Sosteniéndolo frente a su zona privada, con la cola hacia su cuerpo, sostuvo un encendedor frente al rostro del crustáceo para provocar que se moviera y así poder satisfacerse.
Se encontraron restos de su ADN en las sobras de la langosta que yacía en la basura.
El médico llegó a la conclusión de que el animal había comido aquellos camarones de manera previa, defecándolos en el organismo de su compradora. Al estar ella tan próxima a su período, el PH de su matriz brindó las condiciones necesarias para que las pequeñas criaturas pudiera incubarse, ya que normalmente, mueren sin más al estar fuera del agua salada.
Dichos camarones además, son muy comunes en pescaderías y tiendas de mariscos, aunque inofensivos.
Sarah no murió a causa de esta extraña situación, pero sí de la impresión al terminar de expulsar los camarones y volverse para verlos dentro del váter. Su espanto fue tal que resbaló y se pegó en la cabeza con el borde de la tina, causándose un severo traumatismo craneal que terminó con su vida.
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