Nunca conocí más libertad que la del viento golpeando mi rostro, jamás sentí antes tanto asombro como presenciar al sol ocultándose entre los maizales, nunca sentí tanta satisfacción en la vida como la de beber una sorbo de agua después de una extenuante jornada laboral.
Como podrán ver, mis conceptos de placer son muy reducidos, son tal vez para él que lee esto, gustos insipientes por ser situaciones tan comunes que pasan desapercibidas a sus sentidos.
La gente de mi comunidad solía llamarme Kimani, tiempo después fui “Otto, el eslabón perdido”. Desde que tengo uso de razón, siempre pertenecí al sometimiento del hombre blanco, mi familia es proveniente de una provincia ocupada por el Reino Unido, fue explotada junto con el resto de sus integrantes, en los trabajos propios de la cosecha, producción y de fuerza bruta en campos de cultivo. Me resultaba imposible pensar que podría sobrevivir a un ambiente tan desfavorable, nunca supe si antes de la ocupación éramos de alguna forma libres, o si fui concebido en la esclavitud, la verdad lo dudo mucho, después de mí, jamás vi a una mujer negra embarazada, ni a un niño más joven que yo; siendo esta cuestión un tema sin solución, comienzo a relatar desde mis recuerdos más vagos como esclavo.
Si bien es cierto, a los de mi raza no se les reconoce por ser seres atractivos, razón fundada en estúpidos estereotipos de piel, bien he de reconocer que una vez que descubrí el reflejo de mi rostro en los charcos formados por las lluvias, notaba que mis facciones eran grotescas, de una tallada rudeza y faltos de delicadeza. Todo esto lo podía comprobar en expresiones de desagrado del hombre blanco cada vez que me veía a la cara, sentía su despreció y asco; y los azotes, estoy seguro que era yo quien recibía los más fuertes.
Obviamente crecí sin conocer las virtudes del amor o el aprecio de ningún tipo, mi madre murió a manos de mis amos, era demasiado joven cuando eso sucedió, fui criado a turnos por los miembros de mi grupo. Crecer sin amor es algo que supongo merma la belleza de cualquiera, todas estas desventuras acentuaron mi fealdad.
Mi cuerpo está marcado con profundas cicatrices, cada una de ellas me recuerda a Jack Phillips, un hombre tan blanco que las arrugas de su rostro se marcaban como zanjas, su cuello rojo y arrugado me provocaba malestar. Este hombre era el encargado de supervisar a los esclavos, su brutalidad y temperamento nos hacía temblar. Recuerdo una vez, tal vez tendría doce o trece años, tiré las mazorcas de la cosecha por accidente, la canasta estaba muy pesada y mi pie resbaló en el fango, para mi desgracia Jack estaba cerca. Se percató de mi pifia, provocando con ello su enojo, se dirigió hacia mí en cámara lenta, sus pasos eran pesados, en su mirada había una falta de humanidad, era una mirada perdida, inexpresiva.
Philips cargaba un látigo, con este nos azotaba cada vez que desobedecíamos o hacíamos algo mal. Lo venía empuñando con fuerza, las venas de su cuello parecían estallar. Cuando se detuvo frente a mí, levanté la mirada, el sol daba justo en su espalda, solo su cuerpo hacia sombra. En ese momento no sentí miedo, estaba resignado al castigo de mi verdugo.
Fui atado a un tronco de manera dejando que mi espalda estuviera a su merced, era como si abrazara a ese viejo árbol partido por la mitad, me aferraba a él. Podía escuchar al viejo Phillips hacer sonar su látigo, la tortura psicológica comenzaba, y créanme, deseaba que iniciara y terminara pronto, la sensación de incertidumbre hacía a mis dientes rechinar. Pronto empecé a sentir como la piel de mi espalda se abría y se hacía jirones como trapos viejos, sentí el fresco aire de la mañana sobre mi carne viva. Viví de milagro.
Estoy casi seguro que ese infeliz fue el que mató a mi madre.
Una tarde calurosa de Mayo, trabajábamos en la colecta de temporada cuando de repente, un fuerte alboroto se escuchó cabalgar a millas de nosotros. Era un grupo de hombres armados, bandoleros desgraciados sin otro fin que el caos. Irrumpieron en los campos despojando la vida de nuestros amos, violando a las mujeres blancas y negras por igual, de un momento a otro el día se tornó en locura y confusión. Mi instinto de supervivencia floreció y aproveché ese lapso de desconcierto y eché a correr, corrí tan rápido como pude sin voltear siquiera una sola vez, esperaba sentir el calor de una bala incrustándose por mi espalda, no paré hasta que el dolor en mis costillas me hizo doblarme para apoyarme sobre las rodillas, me derrumbé y vomité del esfuerzo que hice.
La suerte de los campos de cosecha estaba dada, algunos de mis hermanos de raza habrían muerto, otros más serían vendidos, todos los de piel blanca seguramente fueron asesinados, me consolaba saber que Jack Phillips había muerto, deseaba que sus últimos minutos hubieran sido dolorosos. En ese momento mi destino no parecía ser mejor que el de los demás, estaba perdido en caminos de bosques que desconocía, estaba horrorizado y a la vez asombrado, por primera vez en mi vida era dueño de mis decisiones, eso me hacía temblar.
Caminé por tres días aproximadamente, sin encontrar rastro alguno de civilización, me alimenté de frutos que encontraba a mi paso, bebí de la lluvia y dormí bajo el manto estelar.
Los caminos cada vez se volvían más ásperos y menos verdes, ya mis pies no podía soportar una ampolla más, sentía el ardor y hormigueo en las plantas de los mismos. Cuando creí desfallecer, me vi asombrado ante la visión de lo inédito, lo colorido y surreal.
Era un conjunto de carpas enormes, con franjas rojas y blancas, entre ellas deambulaban seres de rostros pálidos y trajes no convencionales. Hombres de apariencia extraña y miradas distraídas, animales jamás antes vistos por mí, todos ellos rodeados por vallas metálicas. Sería así de grande mi asombro y cansancio, que caí desmayado al instante. Las luces se apagaron.
Cuando desperté, un hombre extraño de bigotes delgados y alargados estaba sentado a lado mío, yo me encontraba recostado en una catre dentro de una de estas fabulosas carpas, el hombre me veía con asombro, fue ahí que recordé que mis facciones causaban disgusto, pero no a este hombre, Sir Luan Poeh, vio cualidades en mí que ninguna otra persona había visto antes, o eso pensé. Mientras estaba yo un poco aturdido, Sir Poeh se presentaba ante mí como un hombre de farándula, dedicado al medio artístico y del espectáculo. Me hablaba de un mundo extraordinario, de un lugar en donde los sueños cobran vida, en donde las fantasías aterrizan y el asombro tiene lugar reservado, en donde el reconocimiento del público se convierte en una necesidad insaciable y adictiva. Sir Poeh me invitaba a ser parte del mundo circense, deseaba que trabajara para él; pero ¿Qué le podría ofrecer un esclavo fugitivo a este mundo saturado de excentricidades?
A los pocos días, estaba siendo presentado como “Otto, el eslabón perdido” así es, deje de ser Kimani para convertirme en un fenómeno de circo. Sir Luan Poeh supo sacar ventaja de mis rasgos, que aseguró se parecían a los de los simios fotografiados en libros de las selvas amazónicas, me mostraba fotos impresas en estos y yo, que descubría un mundo nuevo, me sentía maravillado por todo, inclusive por las promesas de tres comidas al día, una nueva familia y la paga de cuatro céntimos por semana, jamás en mi vida había tenido dinero, no sabía ni cuanto era esa cantidad y que podía hacer con eso, así que mi respuesta fue un efusivo “sí”.
Así fue como sentí mis primeros aires de libertad, para mi esa era la vida perfecta, que ni en mis más inspirados sueños pude haber imaginado.
-Primera función.
El primer show en el que aparecí fue algo que no supe manejar bien, nunca antes había tenido tanta atención y ahora es que comprendo la humillación pública a la que fui expuesto, yo era la atracción principal, se me anunciaba como un milagro de la ciencia, como el hallazgo que resolvía años de estudio, la última pieza en el rompecabezas de Charles Darwin. Sir Poeh se inventó una historia digna de un libro de H.G. Wells; narraba él, a una audiencia de clase media y hambrientos de morbo, que en su expedición a la selva del Amazonas en Brasil, en busca de excentricidades para el espectáculo, fue guiado por un hombre llamado Santos, quien a cambio de unos dólares le reveló la existencia de un lugar celosamente protegido por la tribu de los Yanomamis, la tribu Amazónica más aislada; este lugar era un espacio inexplorado por la gente civilizada, explicaba que bien valió la pena pagar a Santos, pues se develó ante él un paraíso de belleza incalculable, este lugar era la inspiración de Dios, había cascadas y árboles que superaban los setenta metros de altura, había aves de plumajes en colores nunca antes registrados, los hombres y mujeres del lugar eran de una belleza aborigen admirable, vivían en perfecta armonía con la naturaleza, y con “otros” seres; seres que vivían en las copas de los árboles, alejados de sus rutinarias actividades, que colgaban a más de setenta metros y solo bajaban a conseguir el alimento y a mitigar la sed, estos seres, eran una especie de simio, pero no como los que todos conocemos, estos tenían la constitución física humana, pero el pelaje corporal había desaparecido y solo conservaba facciones salvajes. Este era el eslabón perdido en la evolución humana, este era la raza de la que tanto habló Darwin. Sir Poeh comentaba que quedó maravillado, y expresó a su guía que eso era lo que estaba buscando, Santos le decía que llevarse a uno de estos seres amazónicos no sería fácil, pero el dueño del circo apeló a su inteligencia y astucia para lograr hacerse de mi persona; primero fue llevado con el jefe de la tribu de los Yanomamis, el guía habría fungido como traductor, él era un hombre de la zona y se entendía perfectamente con los aborígenes, pero para desencanto de Sir Luan Poeh, la respuesta fue un tajante “no”. Esto no desanimó el espíritu circense del hombre de bigotes cómicos, acomodó su mochila de excursión encima de sus piernas y de ahí sacó algo que dejó atónito a los Yanomamis. Una barra de chocolate Lindt con apenas un mordisco, el producto Suizo fue ofrecido a los aborígenes quienes con reservas tomaban un pedazo del chocolate para después llevárselo a la boca; según Poeh, fui vendido por tres barras de chocolate Lindt, una historia tan débil y recurrente pero fácil de digerir para mentes poco interesadas en los detalles. Y así, con cadenas en mis extremidades y cuello, era exhibido dentro de una jaula, se me pedía que hiciera algunos sonidos primitivos y movimientos de chimpancé, se imaginaran la humillación, pero en aquel entonces, no parecía importarme tanto.
Lo que en un principio era asombro por parte del público, rápidamente cambiaba a burla y desprecio, algunas veces era atacado con maní o las bolsas de las mismas echas bolita. Dentro de la concurrencia, había un jovenzuelo de voz irritante que disfrutaba de mofarse de mí, era él quien me agredía con cascaras de maní y escupitajos, en una ocasión en que la función había terminado, el muchacho se coló detrás de las carpas, me buscaba para gastar una más de sus bromas, traía una cubeta con agua sucia y desechos de pescados, antes de que pudiera reaccionar y aprovechándose de que estaba aún encerrado en mi jaula, el mozalbete aventó sobre mí el contenido del bote, no hice más que cerrar los ojos y contener la respiración, pude oír las carcajadas del joven, cuando abrí mis ojos, observé que estaba doblado de la risa, tumbado en el piso mientras se llevaba sus manos a la boca del estómago, se distrajo y no reparó que se encontraba a corta distancia de mis barrotes. Me acerqué con fuerza animal y lo tomé de los cabellos, lo arrastré lo más cerca posible mientras le gritaba sin sentido. El muchacho palideció, le di unos cuantos zarandeos más y lo dejé ir, el chico salió a tumbos corriendo del lugar, mientras yo en mi mano aún conservaba algunos cabellos de su rubia melena. Jamás olvidaré su voz chillona y aguda.
Después de un tiempo entendí que la incomodidad del sentimiento era dolor, era el descenso de mi persona a otro tipo de esclavitud, era un animal más de circo.
Pocas veces me soltaban de mis cadenas, pocas veces podía andar libre por las carpas del circo, era mal alimentado y se me trataba peor que a las bestias. Cuando tenía que defecar, lo hacia dentro de mi celda, yo era encargado de limpiar y mantener mi área aseada. Como era de esperarse, no recibí pago alguno, Sir Poeh alegaba que mi pago iba incluido en las comidas que se me daban, y que los tiempos estaban un poco complicados y esto se veía reflejado en las pobres entradas y por ende, nulo pago.
Como les decía, a veces se me dejaba salir de la celda para tomar aseo personal en los estanques de los caballos, Sir Luan Poeh estaba tan seguro de mi permanencia pues sabía que no conocía otra libertad más la que él me ofrecía, pero estaba muy errado. Un día en que me liberaron de mis cadenas, decidí seguir mi camino de largo, no me detuve en los estanques y continué caminado en medio de la noche, no más “Otto, el eslabón perdido”, regresaba a mi vida de esclavo fugitivo.
Entre la maleza me moví hasta los primeros rayos de sol, esta vez mi peregrinar fue breve pues en una vereda fui interceptado por un grupo de hombres blancos, estos viajaban en una carroza, al verme bajaron de la misma y me tomaron por la fuerza, me gritaban “cimarrón” y me golpeaban con palos por la espalda, me preguntaban por la identidad de mi dueño, mientras uno de ellos se dirigía al furgón para conseguir una segueta; un castigo muy común a los negros rebeldes que escapan de su cruel destino es ser amputado de una pie para no volver a huir, estaban preparándome para la abominable reprenda, sujetaban mis extremidades con fuerza, sentí la hoja y los dientes de la herramienta sobre mi tobillo.
Antes de comenzar a serruchar, un grito me salvó de ser cojo, un caballero se acercaba a caballo reclamando algo que no le pertenecía. Los sujetos se referían a él como Edward Quinzy. Este se bajó rápidamente de su animal y explico que llevaba días buscando a su esclavo, y que le harían un grandísimo favor si me dejaban en una sola pieza. La forma en que mi salvador manejó la situación fue en extremo plausible, un temple y firmeza hizo que mis captores me levantaran de golpe del suelo para entregarme con mi “dueño”. El señor Quinzy miró mi rostro, pero no hizo gesto alguno, pareciera como si me conociera de toda la vida, rápidamente puso una soga alrededor de mi cuello, me ató a la silla del caballo y después de agradecer y remunerar económicamente a los demás sujetos, avanzó a paso lento arrastrando mis pasos hacia donde él se dirigía.
_Quinzy
Edward Frederick Quinzy es un hombre de fino linaje, sus antecesores fundaron una tabacalera que por años se forjó como la más importante de la región, su padre fue un hombre muy querido y respetado él cual se casó dos veces, en este segundo matrimonio nació Edward, un niño sumamente retraído y de maneras delicadas, obviamente que la crueldad infantil es más cruda que la adulta, los niños siempre son hirientes y a Edward le tocó ser víctima de estos ataques, le llamaban mariquita, torcido o Eddy chupa pollas, esto generó en él un cambió de actitud, si antes se sentaba con la espalda sumamente recta, casi arqueada con el pecho ligeramente salido, ahora lo hacía un poco más encorvado, su andar lucía forzado, como si fuera un forajido en el viejo oeste y su voz de niña, sonaba a mala imitación de un hombre adulto. E.F. Quinzy carecía de una figura paterna, su señor padre siempre trabajaba, por lo que su mamá, Susan Jhones, una mujer proveniente de una familia de clase media, y su nana, fueron los modelos a seguir en sus tempranos años de vida.
Cuando Edward creció, se mudó a la Ciudad del Este, en donde estudió y se graduó en medicina, su familia creía que no quería estar en casa, ni en la ciudad, pues las burlas a su persona eran demasiado molestas, avergonzaba a su padre. Cuando volvió, fue evidente un cambió en su persona, era ahora aún más refinado, seguro de sí mismo y con un físico trabajado, se notaba que había estado entrenando con el equipo de football del colegio, las mujeres de la comunidad se sonrojaban con su sola presencia, tenía todo el mundo a sus pies.
Aunque nunca quiso involucrarse en los negocios de su padre, este siempre le dijo que una vez que él muriera, tendría que estar al frente del mismo, pues aunque su hermanastra, hija de su primer matrimonio, siempre estuvo interesada en los negocios familiares, era claro que su padre no comulgaba con la idea de poner al frente a una mujer.
Obviamente que no todo fue felicidad desde su llegada, una fuerte epidemia azotó a la comunidad misma que disminuyó dramáticamente a la población, para desgracia, su padre también fue parte de la fatal estadística. Se rumoraba que algunos contagiados sufrían una indeseada muerte, que la fiebre era tan alta que reventaba los globos oculares, sufrían convulsiones que en ocasiones hacía a los enfermos morderse la lengua al grado de arrancársela, se decía por ahí que el papá de Edward, sufrió esta mutación del virus. Una vez fallecido el hombre, Edward heredó inmediatamente el negocio de la tabacalera y la mayor parte de la fortuna.
Rápidamente Quinzy se involucró en los negocios, permitiendo que su hermana tomará parte de los asuntos administrativos, sabía que era mejor tenerla de su lado, ocupada, que peleando la herencia que solo benefició a Edward. Se rumoraba que E.F. Quinzy jamás puso un pie en la tabacalera, y que aún conservaba tendencias homosexuales, porque nunca se le ha visto cerca de una dama. Se dicen muchas cosas sobre él, y se desconocen otras más, de las cuales estoy a punto de compartir.
-Domesticación.
El día que el señor Quinzy me rescató, me sentí en completa confusión, no sabía cuáles eran sus planes, jamás lo había visto antes, ni mucho menos había escuchado hablar de él. Durante el trayecto a casa apenas y cruzó palabra conmigo, cuando llegamos a su hacienda, nos dirigimos al establo, guardó su caballo al tiempo que desataba la soga de mi cuello, al quedar libre de la sensación de picazón alrededor de mi pescuezo, vino un silencio incomodo, el señor Quinzy me miraba fijamente, como esperando respuesta a la pregunta que él suponía obvia. -¿Tienes nombre?
El único nombre “decente” que se me ocurría era el de “Otto”, pero me lo reservé, me avergonzaba. Por lo que quedé en silencio. -¿Sabes hablar?- cuestionaba el Señor Quinzy. Lo único que hice fue explotar en llanto.
El señor Edward no me trató como un esclavo, todo lo contrario, él no poseía ninguno, él tenía trabajadores, y yo fui uno también. E.F. Quinzy se dio tiempo de enseñarme a leer y a escribir, de enseñarme arte, historia, música y poesía, en fin; fue la persona más bondadosa que yo jamás había conocido. Durante largos cinco años él se ocupó de mí, satisfactoriamente aprendí demasiado rápido y bien que al mismo Quinzy le sorprendía. Tal vez por educación, o por su alta calidad moral que reflejaba, en absoluto preguntó por mis rasgos simiescos. Yo de hecho a veces ni recordaba eso, solo el espejo se encargaba de refrescar mi memoria.
Cabe decir que aprendí un poco de medicina gracias al señor, y pronto yo me ocupé en estudiar libros de medicina animal. Por lo que en breve tiempo fui una especie de veterinario en la hacienda. Mi gratitud con el señor Edward era infinita. No existía forma de retribuirle.
-La epidemia.
Existía una leyenda urbana en la localidad, se decía que la epidemia que azotó hace más de diez años, jamás se había ido, que seguía merodeando, cobrándose víctimas de vez en vez. Como comenté anteriormente, decían que en los casos más extremos podrían hacer explotar los globos oculares o que podrías tragarte tu propia lengua, una enfermedad que nadie sabía cómo llegó, pero que se presumía entró por el Este, en la zona portuaria de Malibu, en donde los barcos que provienen de los continentes negros traen consigo enfermedades como la malaria o la viruela.
Pero la imaginación del pueblo siempre va más allá. Los cazadores de los pantanos aseguraban haber visto una sombra morar en las cercanías de sus propiedades, decían que la oscuridad era su aliado y que no podían distinguir esta forma. Se sabía de tres desapariciones, dos adolescentes hijos de una familia conservadora y un hombre perteneciente a la comunidad Eclesiástica Unida. Rápidamente atribuyeron estas desapariciones a una fantástica creatura, un monstruo que habitaba en las entrañas del bosque y que acechaba a los más descuidados. Obviamente la gente que es amante de lo mórbido y lúgubre, compraba estos cuentos con facilidad, dejando de lado cualquier explicación lógica o coherente de los hechos.
La más reciente desaparición. La de un joven y carismático estudiante, alertó nuevamente a las autoridades de la zona, era un chico que pertenecía al pueblo vecino de Rockestter, se había matriculado en la Universidad de esta ciudad para estar más cerca de su novia, la cual se dice la conoció en la feria de calabazas de la zona. La consternación y preocupación inundaron los hogares de la localidad. Sentimientos de desesperanza y miedo se agolpaban una vez más en el pecho de los habitantes, se formaban cuadrillas para ir en busca de ellos o sus cuerpos, con resultados infructuosos, simplemente desaparecían, sin dejar rastro alguno.
Un noche de otoño, un grupo encabezado por el alcohólico de ocasión, Ben Mc Hannan, se adentró a la espesura, decidieron poner esa noche fin a los misterios de las desapariciones, aunque realmente pienso solo querían probar su hombría, la cual casi pierden al encontrarse con el cadáver descompuesto del joven estudiante. Estaba metido en una zanja, de espaldas, uno de ellos tropezó con el bulto sin saber que era hasta que fue alumbrado con una lámpara de querosén.
Al día siguiente la noticia se esparció como pólvora, el forense no quería dar muchos detalles, pues sabía que el pueblo se alarmaría. La realidad era que el cuerpo tenía arrancado los ojos y la lengua. Este era el primer cuerpo que se encontraba de todos los desaparecidos, era la prueba que tumbaba la hipótesis de un extraño virus en el aire, pues en él, había marcas evidentes de tortura física. Ahora la gente temería a la amenaza de un verdadero monstruo. El jefe de la policía pedía mesura ante la existencia de seres fantásticos. Pero ni él lograba serenarse, en su rostro se reflejaba el miedo, era un ciudadano morboso más, como todos los de esta localidad.
Descenso a la locura.
Hace tres noches desperté de una terrible pesadilla, era tan mentado el monstruo del bosque que lo vi en sueños, solo que esta tenía el rostro de todos los habitantes del pueblo, cada vez que la observaba cambiaba su cara, pero cada una de ellas tenía dibujado el odio en su mirada, fijamente posaba sus ojos sobre los míos, era tan incómodo y desesperante que no podía soportarlo. Al despertar, vi que el señor Quinzy estaba en mi habitación, observándome, no sentí temor, simplemente extrañeza, al cuestionarle el porqué de esta visita inusual, solo atinó a decirme algo que me dejó perplejo:
“He visto al monstruo, lo he visto a los ojos”
Al intentar enderezarme para sentarme en la cama, sentí mi cuerpo entumido, no podía moverlo siquiera, el doctor Quinzy me había inmovilizado con una mínima dosis de etorfina, no pude siquiera articular palabra, ni emitir sonido, estaba estático. El horror que sentí al ver a Edward sacar una navaja rustica de entre sus ropas me hizo emitir débiles pujidos, lo ventaja de este entumecimiento fue que no sentí gran dolor cuando el señor Quinzy cortó mi lengua, tomó su debido tiempo para limpiar la sangre y no dejarme desmayar por la pérdida de la misma, demostró ante mi entumecida presencia ser un hábil cirujano. Enseguida me cargó entre sus brazos para internarnos en el bosque. En el camino le oía hablarme, decirme sus motivos.
“La policía resultó ser un poco más inteligente que todo este mediocre pueblo. Creen que yo soy el asesino, “el monstruo del bosque”, han descubierto algo inquietante en el último cadáver, el corte de lengua fue tan perfectamente hecho que debió ser realizado por alguien con estudios quirúrgicos, y ¿Quién es el único maldito doctor en este pueblo? Así es, yo. Algo más que no salió a la luz de las noticias, es que el cadáver de ese jovencito fue violado, y ¿adivina a quien señalan de ser el mariquita de esta estúpida comunidad? ¡Es correcto! Una vez más yo. Malditos miserables, todos observan y hablan, observan y hablan, no saben usar sus ojos, no saben usar su lengua, por eso debe ser removida ¡Juzgan! No ven más allá de sus ojos, y yo no seré expuesto de esta manera, no. ¿Quieren un monstruo? Les daré un monstruo.”
El señor Quinzy me colocó en el suelo, sentí la frescura del pasto bañada con el sereno de la madrugada, se colocó de rodillas junto a mí, sacó una vez más su navaja, la limpió cuidadosamente con un pañuelo esterilizado, pude oler el alcohol. Imaginé lo peor, que horror pensar que el señor Quinzy me sacaría las tripas, y yo sin más que observar, sin dolor.
Edward respiró profundamente, empuñó su navaja aun con el pañuelo entre sus manos, y la dirigió a su ojo derecho, empezó a vaciarse la cuenca, toda la sangre cayó desparramada sobre mí, el globo ocular también, los gritos de dolor del señor Quinzy me ensordecían.
Con sus manos aun temblando, Edward colocaba la navaja sobre las mías, que apenas y lograban recuperarse del entumecimiento, imaginé que los alaridos de Edward alertarían a alguien, Edward se derrumbaba en el suelo, desmayado por el insoportable dolor. Pronto llegó Ben Mc Hannan con sus compinches, olían a licor y estaban armados, al ver mis facciones, percibí su expresión de desagrado y asco. Uno de los acompañantes de Ben, con voz titubeante dijo: “Es el monstruo”.
Fui llevado por este grupo de incultos a la comisaria, iba bien atado, para esto mis extremidades ya comenzaban a moverse, Ben le explicó al comisario que habían atrapado al monstruo del bosque, y que me encontraron atacando a Edward Frederick Quinzy, otros miembros del grupo de alcohólicos de Mc Hannan lo habían llevado al hospital. Cuando intenté hablar para defenderme, no salieron palabras de mi boca, solo sonidos inaudibles, recordé que Edward había cortado mi lengua. Sentí el desprecio de todos los oficiales y civiles reunidos ahí, algunos escupían mi rostro, otros más solo me miraban horrorizado, pues mis deformidades y los elementos aportados eran la explicación idónea para aplacar los reclamos del pueblo.
Por si fuera eso poco, en la comisaria se encontraba un rostro conocido, que no dudó en poner el último clavo sobre mi ataúd. El mozalbete de cabellera rubia estaba en la comisaria denunciado el robo de uno de los caballos de su padre. El desgraciado acotó: “Es Otto, el eslabón perdido, hace años oí que se escapó del circo, se internó en el bosque y jamás se supo nada de él.” el oficial de guardia le pregunto: “¿Esta cosa es agresiva?” A lo que el chico de voz chillona contestó: “Me atacó en una ocasión, casi me mata”.
Mis cuerdas fueron desatadas y fui introducido en esta celda, aislado y sin más luz que la que se cuela por un pequeño cuadro sobre la pared a la cual llamo “ventana”, no pude expresar defensa propia y ni creo que me hubieran escuchado. Solo como una vez al día y mi menú es un enmohecido pan duro. El guardia me ha avisado a modo de burla todo lo que ha pasado afuera. El señor Quinzy fue considerado un superviviente al ataque de la bestia y héroe del pueblo, me imagino nunca más nadie se atreverá a juzgar su hombría y honorabilidad, Ben Mc Hannan fue condecorado y recibió empleo como asistente del jefe de policía por haber acudido puntual al auxilio de Edward; Mi historia tomó sentido con las declaraciones de Sir Poeh, quien amablemente compareció para detallar los hechos de mi llegada desde el amazonas y escape, el mito alrededor mío creció, se me considera un monstruo que se alimenta de ojos y lenguas, aparte de eso, soy tan primitivo y salvaje que violé al joven estudiante. Soy lo peor que le ha pasado a este lugar.
El guardia me dicho que fui condenado a la horca, en los próximos tres días seré ejecutado, lloré como jamás en mi vida lo había hecho, renegué de esta sociedad hipócrita, la cual solo busca saciar sus deseos más vánales y menos profundos, una sociedad ciega y con exceso de lengua. Un rayo de luz entraba por mi “ventana” e iluminaba un objeto que en ese momento era oro para mí. Un pedazo de carbón.
A partir de ese descubrimiento, me he dedicado a escribir mi historia en las paredes de esta asquerosa celda, la cual ya luce como el cuarto de un enfermo mental, con sus muros tapizados de letras. Mi última esperanza será esta, cuando vengan los oficiales por mí, haré todo lo posible por llamar su atención y puedan leer estas líneas, y si fracaso en el intento, cuando menos espero, que estas letras sean leídas en un futuro, y absuelvan mi memoria, y no quede como un monstruo, sino como lo que realmente soy. El objeto de una sociedad contaminada por la ignorancia y el odio a lo que no asimilan.
PEro eN REaliDad QUIEn eRA El monstruo????????
Nunca hubo «monstruo». El pueblo ignorante pensó que había uno. El causante de muertes tan atroces fue el doctor.
Excelente