Otros Cuentos de Miedo

Pieles

No hubo mucho tiempo para reaccionar ante la caída. El tiempo transcurrió inmerso en una confusión y caos tan ofuscantes como la mugre de las ventanas que oscureció el suceso. Sin embargo, una sola idea habría podido discurrirse con rapidez, una idea que subordinara las otras miles que revoloteaban en la habitación como espectros huyendo de todo lo que no fuera ellos. De este modo, por lo menos, lo vio Héctor Miranda con completa estupefacción en el rostro, sudando mientras esperaba que el estruendo de los trozos terminase y que el último se ocultara debajo de la alacena.

Aquella idea recorrió su cuerpo unos segundos y produjo un sentimiento gélido de espanto; sin embargo, en contra de su propio coraje o amargura, comprendió que sería sensato obedecerle a la voz en su cabeza. Miró fijamente y sin moverse cada rincón, desde la mancha de grasa en la pared que hasta ese entonces había tomado la forma de ríos que desembocaban en el gran mar de la cocina de gas, hasta las antiguas grietas y agujeros donde habitaba una colonia de hormigas, cuyos integrantes podían encontrarse hasta en los bolsillos.

Retrocedió lentamente evitando los trozos para no dañar sus pies descalzos. Un pequeño corte y un pequeño gemido, seguramente un trozo imperceptible. La puerta de la cocina se sintió por algún motivo más grande de lo normal. Héctor tuvo el presentimiento de que por fin terminaría el aislamiento. Quizá este era el presagio, quizá era el mensaje. En fin, habría llegado a aceptar lo que fuese, y en ese preciso instante esto o era la llave hacia la libertad o hacia la tierra de la locura. Pero Héctor hubo de recordar de repente la idea que no debía ser subordinada por hormigas de grietas de ríos de grasa de cocinas de gas. Por lo que no dudó que era hora de materializarla de una buena vez.

La puerta se encogió cuando las consecuencias de la caída terminaron, pero el proceso excedió los límites de lo real y lo tangible, y significó una capa adicional en el terrible encierro de Héctor. Descendió poco a poco hasta llegar al suelo con un estruendo ensordecedor similar al cierre de un rastrillo o portón medieval. Él intentó alcanzar esta con ambos brazos extendiéndolos para detenerla cinco segundos antes del golpe, pero solo consiguió cortes diminutos en distintos puntos del cuerpo cuando se tropezó e hizo contacto con los trozos que estaban dispersos en el suelo y no llegaban aun a la alacena.

«¿Hasta entonces habría pasado algo similar?», pensaría Héctor cuando rememorara el acontecimiento años después, una noche extrañamente calurosa, perdido en la inmensidad de un bosque tan perdido como él.

Súbitamente, la puerta se abrió en su totalidad sin que la visión periférica de Héctor notara algún movimiento, como si esta fuera el resultado de una proyección mal ejecutada. Pero tan rápido como se abrió se volvió a cerrar, esta vez acompañada de un movimiento telúrico mayor al anterior adelantado al acto por dos segundos eternos y de un silencio apremiante que tardó en volverse ruido. «Todavía tienes juegos para mí, ¿no?».

—Héctor

—…

—Héctor

—…

— ¡Héctor!

— ¡Ah! ¿Qué pasa? ¿Qué hora es? —respondió frotándose los ojos.

—Las cinco y algo. Te quedaste dormido en el sofá.

— ¿Las cinco? Por Dios.

— ¿Cuántas horas llevas aquí? —dijo Fernanda riendo.

—Creo que como cuatro… ¿Por qué no me despertaste antes? Sabes que debo terminar eso para mañana —dijo señalando varios papeles atiborrados en el escritorio bajo la luz tenue de una lámpara— ¿Y por qué no enciendes la luz?

—A mí no me mires, yo vine hace apenas minutos de comprar helado con Camille; además, has tenido dos semanas para terminarlo. ¡Hacer un ensayo no es tan difícil! ¿No me decías que amabas escribirlos? —respondió con una expresión de cólera que se tornó en una sonrisa dulce poco a poco

—En fin… Por cierto, ¿en serio vas a querer ese libro? No creo que esté muy cómodo en el suelo. Puedes devolvérmelo cuando desees.

Héctor pensó que bromeaba para hacerlo quedar en ridículo en compensación por tantos reclamos que le había hecho en la mañana y que parecía estar haciendo una vez más aquella tarde; mas de pronto recordó cuanto le había pedido que le prestase una obra de Cervantes el día anterior, a fin de leerla una hora e “inspirarse”. Por esto, dirigió la mirada a los alrededores del sofá, mientras sentía como Fernanda lo observaba y esperaba una respuesta con los brazos cruzados, y no encontró nada; de manera que alejó la vista unos pocos metros más y vio unas Novelas ejemplares empolvadas y abiertas en alguna página no marcada por el separador.

— ¡Jajá! Perdón, no tengo idea de cómo llegó hasta allá.

—Déjalo, no importa. Lo que sí importa es que cuando llegué vi pasar a dos o tres ratones. Traté de perseguirlos para ver dónde se escondían, pero me tarde en encender la luz.

—Solo faltaba eso, ¡este lugar no era barato por nada!

—No lo insultes, tiene muchísimo potencial. En unos meses verás que es verdaderamente hermoso… —dijo mientras desprendía algunos trozos de yeso de la pared en que se apoyaba.

—Hay ratones, Fernanda.

—Hay ratones, por eso necesito que termines de una vez el ensayo y me ayudes a cazarlos. ¡Puede haber más de cinco! ¡Una plaga ocultándose en el techo o las paredes!

—No exageres, lo más seguro es que solo sean tres y que los hayan traído los Rosillo en su auto. A saber a dónde se fueron estas vacaciones.

— ¿Sí lo repararon? Creí que con el accidente ya no serviría ni como chatarra.

—Qué te habrán contado, Fernandita. De lo que estoy seguro es que llegó casi como nuevo cuando lo trajeron. Si hubieras estado ahí para ver cómo se peleaban los padres… ¡Vaya espectáculo más trágico con cabestrillos incorporados!

—Creí que habían muerto cuando oí la noticia, no seas idiota.

—No te preocupes, están bastante bien. Deben estar riendo más que nosotros incluso.

—Yo no estoy riéndome.

—…

Hubo silencio y los dos notaron cómo empezaba a llover. El silencio continuó por segundos, que terminaron en un gran par de minutos sosegados. El sonido de las gotas cayendo fue la nueva calma y aquella imagen triste que aparecía a través de la ventana llegó a Héctor como una señal de esperanza. Una esperanza en que aquellas tardes junto a ratones metafísicos perduraran.

—Oye.

— ¿Qué?

— ¿Adónde dijiste que habías ido con Camille?

«Ay, Fernanda. Cuídate donde sea que estés». La noche se heló en contra de todo pronóstico y varias ventadas surgieron de la oscuridad. Héctor se detuvo un momento al frente de un árbol y apoyó su mochila en este para buscar algo con que abrigarse. «Esto debe servir», dijo cuándo su mano rozó, entre miles de trastos, una pequeña manta de lana que había encontrado horas antes cuando pasaba por la ciudad, en la habitación de un niño. La oreó por un momento mientras desviaba su mirada hacia cualquier dirección. No duró como cualquier dirección demasiado tiempo.

Al cabo de un rato entrevió a lo lejos, y dentro del mismo sendero, lo que le pareció un tocón disforme con un par de hojas adheridas a él que no cedían ante la fuerza del viento (tal vez los rescoldos de lo que pudo haber sido un hermoso follaje en forma de duna anormalmente situada).

Héctor se sorprendió al principio por tal aparición, pero conforme sacudía la manta y el rumor nocturno de ramas chocantes se desvanecía junto con el frío, no pudo evitar tener la impresión de que aquel objeto al término del camino le inspiraba más curiosidad que cualquier ciudad, pueblo o aldea que había llegado a conocer.

Se colocó la manta de todas maneras y camino con un sigilo inútil. El silencio fue opacado por las pisadas que daba sobre las hojas secas y el lodo. Siempre desviando la mirada hacia la oscuridad de en frente, Héctor se percató de que el túnel formado por la frondosidad de los arboles adyacentes había concluido su extensión. En lo alto, solamente el contorno de la luna. ¿Sería acaso la primera vez en meses que podía verla con aquella calma? «¿Por qué no alumbras un poco menos, lunita?», murmuró.

Cinco pisadas más y un golpe suave con el tocón desvanecieron la luna por segunda vez. De pronto lo notó: no era curiosidad, pues no había nada desconocido en aquel pedazo de árbol, era completa familiaridad.

Vio una mañana entonces, una mañana de otoño recogiendo hojas con el club. En lo alto de un árbol muerto en que apoyaba el brazo, un panal que más se asemejaba a una gota de brea a punto de caer. El sonido apremiante de las abejas zumbando y topando con los bordes. El calor confortante de los bolsillos vacíos, aunque no del todo, pues unos granos de arena se pegaban a los dedos por el sudor. Se habrían reunido todos escapando de casa y cada uno llevaba en la mochila una bolsa de plástico con que recolectar, además de hojas, otros objetos perdidos de interés alguno.

«Debo regresar en una hora. No puedo creer que me convencieron», le dijo al club entero una vez que todos vieron que Nicolás había podido asistir y se acercaba a ellos como cojeando desde la otra acera. «¡Ja, ja, ja! Pobre Nico, seguro se tropezó viniendo», dijo Rebeca sin poder contener la risa. Héctor reflexionó por unos segundos viendo el tocón y desprendiendo de este una hoja que tenía pegada exactamente en el centro de su circunferencia.

Pensó que quizá si ese entonces tan cercano que le aplanaba la cara no fuera otra cosa que el cuarenta o cuarenta y cinco años atrás, hubiera ayudado al pobre Nicolás a cruzar la calle. ¿De dónde vino esa muestra de no amistad en primer lugar? En algún otro momento de paz como este comprendería que nadie lo hizo porque simplemente nadie lo había hecho y ni lo haría hasta que los viera por última vez al termino de sus estudios universitarios. Cómo esa clase de tonterías puede influenciar tanto en un niño, incluso si se era el afectante o el afectado. Y solo Dios sabe si uno termina siendo el afectante o el afectado.

Aquella hoja fue por un minuto Nicolás y por otro, Rebeca. Pudo ser Jonás, pero desafortunadamente Jonás claudicó y él fue la hoja, cuando la lanzó para que pudieran concentrarse en sus asuntos, dejarse solos por fin, siempre yendo uno a la par y otro en contra. Pudo ser hasta Boris, cuando ya no la encontró al volver en su búsqueda, pero ya nada podía darse el lujo de ser hojas en ese punto. Un instante de ilusión y añoranza. No obstante, realmente solo fue Nicolás y Rebeca. Solo debían ser ellos…

«Dime que también ellos están bien. Dame algo que no puedo dormir, lunita». Héctor intentó no pensar más en ello; el cielo estaba finalmente libre y no sería correcto ignorar el espectáculo silente e inmóvil, pero a la vez colosal y tan, tan lejano, de las estrellas sin reina (como las hormigas de la casa) que eran bellas porque sí. En fin, el aceptó que no valía la pena ignorar los dolores a fin de que estos fueran Jonás también. Esto es, la manta acabó siendo útil, pues era entonces otoño y vaya que hacía frío.

Sucede que le había prestado sus anteojos a Fernanda antes de que esta saliera rumbo a la oficina (como siempre lo hacía a esas horas) y ahora, enfrentando sus discapacidades ópticas con todo la determinación del mundo, solo lograba aburrirse al permanecer medio día descifrando de a pocos el sanscrito del español de Cervantes en la página ciento veintiuno (¿acaso la ciento cuarenta y uno?).

Lo único rescatable fueron las noches de Ravel y Scriabin a todo volumen en el tocadiscos del buen abuelo Teodoro. Héctor presentía que algún día de esos terminaría siendo un virtuoso del piano tan solo tocando teclas en el aire como él creía más adecuadas para evocar el lirismo de una sonata, o bien uno del violín cada que se emocionaba al escuchar esas notas tan cortas pero eternas en Tzigane. Sin embargo, en aquel instante solo necesitaba prepararse una taza de café y no perder la esperanza de que todo se arreglaría eventualmente. «En un sueño todo sería igual. ¡Se sentiría igual, caray!», había llegado a decir para sus adentros. Apenas si habían transcurrido dos días desde la llegada de las pieles y ellas eran la máxima prueba de que todo cuanto pasaba no pasaba en realidad.

Así, cayó el objeto y la puerta vidriada se abrió y cerró al mismo tiempo.

«Todavía tienes juegos para mí, ¿no?». Un sonido extraño había dejado de llegar una vez que pronunció “juegos”, para marcharse sin dejar rastro cuando dijo “no”. La cocina se volvió una prisión. Una única salida aparente: las ventanas; no nos dejemos engañar, ellas eran lo último en lo que él se atrevería a pensar. Héctor buscó rápidamente un martillo. Tal vez si no hubiera picaporte con que asegurar la entrada, podría escapar incluso si esta existiera en dos estados simultáneamente de un solo empujón.

Sabía que guardaba uno debajo del lavadero, junto con otras herramientas, en el pequeño espacio cerrado de puertas enmohecidas. «Conque hermoso…». Dirigió la mirada al objetivo y pudo ver indirectamente un conjunto de hormigas que trepaban hacia la ventana en el más inquietante desorden. Se repitió sin siquiera saberlo que allí podía ver todavía las filas y columnas perfectas.

Un pequeño movimiento, un pequeño tropismo de repente. Absolutamente todo en el destino y ya en el derrotero de las criaturas. Las pieles, que habían tomado un inusual color a cielo gris borrascoso por la tarde (sin considerar la vellosidad blanquecina que era lo que realmente enmugrecía las ventanas a rozarlas), habían dado una muestra de vida después de días de total inmovilidad. Quiso dar un grito cuando notó esto, pero entonces consiguió resistir el horror y recordó la idea: escapar.

—¿Crees que tenga sentido mirarlas así?

—Para nada. Pero me siento cómoda haciéndolo y eso me basta.

—Vaya…

—¿Tú no?

—¿Yo? Yo claro que sí. Tanto como tú, ah.

—¿Entonces?

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—No lo sé, cuando las veo siento que el tiempo no pasa por un instante. Es gracioso, pues sin tiempo no hay instantes.

—No te entiendo ni un poquito.

—No tienes por qué hacerme caso.

Héctor se levantó del suelo dando un suspiro con la cabeza todavía en alto. «Dónde quedaron los juegos…». Bajó entonces la mirada lentamente mientras las estrellas se perdían y volvía a la belleza nocturna de los bosques vistos desde lo alto. «Supongo que en la casa», dijo riendo. Se rascó la pantorrilla con la punta del pie derecho y, como si lo llamasen sus pertenencias, volteó de golpe para recoger las latas de frijoles, unas Novelas ejemplares y la manta ajedrezada de cuadros azules y negros que tanto lo había ayudado a protegerse de los insectos y la tierra en el pasto.
Fernanda permanecía recostada sobre sus brazos sin alejar su mirada del cielo un solo segundo.

—¿No vienes? —preguntó Héctor cuando se acomodaba el saco y se disponía a continuar su camino hacia la ciudad más próxima.

—No, está bien. Ve tú — respondió Fernanda.

—Puede que encontremos algo más allá. ¿No te estarás dando por vencida?

—Para nada, pero me siento cómoda haciéndolo y eso me basta.

—Vamos, no nos queda mucho según el mapa. Nunca había tenido tanta esperanza en encontrar personas desde la última vez. ¡Puede haber miles esperándonos! Si no lo hacemos ahora, llegará el verano y entonces será más peligroso.

—No te entiendo ni un poquito.

—Bueno, olvídalo. Pero recuerda que si lo logro volveré por ti.

Continuó el recorrido tal y como un par de horas antes. En el fondo había querido que la noche de hace un rato fuera en realidad una madrugada oscura, para así poder disfrutar una vez más del color de los árboles o el canto de los pájaros entre sus hojas antes de dejarlos atrás. Tendría que esperar un poco más y conformarse con el chirrido de los grillos, al fin y al cabo.

Volvió la mirada a las puertecitas bajo el lavadero. Las pieles habían abandonado los movimientos leves aumentando la intensidad de toda pulsación cada vez más. Entonces, la casa entera empezó a temblar. Pero Héctor sintió que no solo temblaba, pues los objetos eran impulsados en una sola dirección. Quizá fue solo la impresión que tuvo cuando le daba vistazos aleatorios a la ventana mientras trataba de desplazarse arrastrándose y sujetándose a lo que encontrara.

«¿Desde cuándo esta maldita cocina es tan grande?», murmuró entre dientes después de golpearse el dedo del pie con la pared por el impulso de una de las sacudidas más fuertes. Las hormigas en la pared no sabían hacia dónde dirigirse entre tanto desastre, por lo que tomaron caminos opuestos. Uno de los grupos fue directamente hacia el lado izquierdo, donde se encontraban los ríos de grasa en la pared, y el otro, hacia el lado derecho, donde Héctor se recuperaba del golpe que verdaderamente había sido una torcedura cuando se percatara de ello horas después.

Se reincorporó luego de unos minutos de quejidos silenciosos apoyado en la pared. Sintió cómo las hormigas descendían por ella y se escurrían dentro de sus prendas por el cuello de su camisa o cualquier otra entrada que creyeran conveniente. «Si aquí descienden, allá también», se dijo. En efecto, el otro grupo de hormigas que caminaba tratando de formar algún orden en la pared opuesta, daba ciertos indicios del posible descenso. Miranda sentiría en aquel instante de confusión algo que recordaba haber experimentado alguna navidad cálida en la antigua vivienda de sus tíos hacía bastantes años.

Aunque por ese tiempo la vida familiar era algo triste y funesta (en un solo año hubo como cinco fallecidos, todos muy queridos), aquel domingo atiborrado de regalos simples y aromas deliciosos significó para los invitados un tipo de alivio ante la adversidad; así como la oportunidad de rememorar a los muertos con felicidad y nostalgia tiernas, contando decenas de historias algo modificadas sobre las aventuras que cada uno tuviera en vida, ya en los confines de la sierra colorida, ya a cinco cuadras de la catedral en la plaza.

Héctor y sus primos no tendrían edad para comprender los llantos de alegría, por lo que procuraban alejarse de los adultos y matar el tiempo persiguiéndose por todo el patio en una guerra incesante de piedras y tierra, atrincherándose en equipos tras sillas que robaban de habitaciones desatendidas y que desperdigaban por todo el césped. Él formaría parte del equipo que no logró fijar bien los parapetos ni distribuir las piedritas adecuadamente, lo que les costaría una masacre a todos los integrantes.

Fue en aquel instante, izando cuanta indumentaria blanca pudieran incrustar en una rama, cuando Héctor tuvo la idea de crear alguna distracción para los enemigos. Primero, partió la rama junto con los calzoncillos y la lanzó como un proyectil en medio del combate, para después describir a sus amigos, con todo su vocabulario, cómo pensaba infiltrarse en las trincheras contrarias mientras cualquiera de ellos se sacrificaba lanzándose y esperando una muerte segura. Todos levantaron la mano entonces, los más pequeños por simple imitación, pero pudo distinguir entre los brazos temblorosos a una niña que no había visto antes.

—¡Oye!, ¿no vas tú? —le gritó.

Ella se sorprendió por la llamada tan impetuosa y evito mirarlo a los ojos cuando le respondió tartamudeando.

—Lo-lo siento, no me-me quiero morir.

Héctor permaneció en silencio mientras pensaba una respuesta en medio del triquitraque.

—¡Entonces vas tú!

Sucedió tal y como lo pensó. La niña desconocida fue lanzada al exterior del refugio entre llantos y suplicas cuando se aseguraron de que a los otros se les acabaran las piedritas por unos segundos. Todos se quedaron desconcertados, hasta los responsables la travesura. El jefe del equipo contrario, quien era además el mayor de todos, preguntó con una carcajada qué era lo que estaban tramando al causar tal tontería. Nadie respondió.

Solo se alcanzaba a oír el lloriqueo de la pequeña niña del vestido sucio en el centro del campo de batalla. Nadie esperó, sin embargo, que Héctor lograra el cometido de pasar desapercibido mientras el equipo enemigo discutía con susurros sobre el destino de la chiquilla. «No sé, creo que su mamá tiene dinero». «Cierto, nada más mira su vestido». «¿Crees que nos renieguen porque lo ensuciamos?». «Tal vez, mejor hay que ignorarla». «¿Cómo piensas que…? ¡Ah! ¡Mira!». «Qué demonios…».

Había ingresado sin mayor dificultad y no perdió un solo segundo. Estaba desbaratando la munición de piedritas y sus puertas-parapeto a patadas y empujones violentos. Entretanto, su equipo celebraba ya la aparente victoria con aplausos y gritos que lo incentivaban a seguir hasta que la última silla estuviera en el suelo. El jefe del equipo contrario, no obstante, quedó perplejo ante las risas de los niños que empezaban aturdirlo. El tampoco perdió mucho tiempo. Se levantó rápidamente luego de avisarle a un compañero que no se alarmase pues solucionaría todo ahora y fue a confrontar a Héctor con la rabia en el puño. La niña aún lloriqueaba en el suelo.

—Maldito, qué crees que haces…— le replicó.

—¿Yo?, nada.

—¿Ah sí? —dijo antes de que terminara la frase—, entonces no te importará esto.

Lo tomó por sorpresa el golpe que Roberto le dio; hasta entonces la manera más eficaz de desearle la muerte a uno era sacando la lengua o el dedo medio.

—¡Ah! ¡¿Qué tienes?! —gritó Héctor cuando se retorcía en el suelo.

—¡Ja, ja! Eso te enseñará niñito.

—¡Duele!

Roberto ignoró los gritos. Había regresado con los otros chicos dando por terminada la batalla e indicándoles que era hora de irse.

—¿Ganamos?

—Eso no importa, aquí no se gana nada.

—¿Y el chico? ¿No será que su mamá tiene dinero?

—Déjalo, apenas si tiene para vestirse.

Héctor lo vio con odio desde el suelo y tuvo el presentimiento de que algún día de esos se vengaría. Pero el dolor del estómago calló sus pensamientos en seco y lo dejó sin fuerzas para otra cosa que no fuera llorar tendido en el suelo. Sus colegas supusieron que si alguien los llegaba a ver cerca, creería que ellos lo habían provocado, por lo que se fueron detrás de los chicos del equipo enemigo, una vez más, por simple imitación.

Héctor no había notado esto y empezó a llamar a quien sea por su nombre para lo ayudasen a ponerse de pie, mas cuando después de un minuto de permanecer como la víctima de un delito mucho más grave que el suyo, vio al último de sus compañeros alejándose y dirigiendo miradas fugaces hacia él cual si fuera un espectro, tal y como lo hubiera hecho con cualquiera de sus enemigos hace solo cinco minutos atrás. «Sí…, déjame aquí, Boris».

El dolor no se disipaba, parecía incluso aumentar con cada segundo. Sin embargo, pudo tener un momento de tranquilidad para convivir con él una vez que hasta los adultos se callaron. Un momento de silencio solamente interrumpido por el llanto de la niña en medio del campo de batalla abandonado.

Al principio le extrañó que en todo ese tiempo no se haya puesto siquiera de pie para ver a su madre o algo similar, pero conforme la observaba comprendió que él perfectamente podría hacer lo mismo y no lo estaba haciendo. «Ya qué», dijo en voz baja. Buscó, pues, algo más que mirar que no le hiciera sentir aún peor consigo mismo. Sillas desparramadas y enlodadas con hojas de pasto encima. Ventanas caliginosas con siluetas en movimiento. La luna en lo alto, llena, y también llena de nubes. Columpios muertos, ¿cómo era eso siquiera posible? La niña de nuevo. «¿Y su mamá?».

Una piedrita interrumpiendo su visión. La lanzaría sin ganas hacia el muro más lejano y vería cómo alcanzaba su objetivo todavía con lágrimas en los ojos. «Genial». De repente, una hormiga surgiendo de una grieta como brotando. Luego, una más, y después, otra, y así hasta formar el conjunto de filas y columnas perfectas pegadas al muro como manchas.

Héctor siguió su recorrido con la mirada. Un abrupto camino por la pared de ladrillos sin enyesar; el grupo se dividía y se volvía a unir, similar a una bandada, una bandada de murciélagos. En el camino, un escarabajo solitario (como todos) que obstruía el paso. «Muévete». La luz de la habitación de las siluetas fue de gran ayuda, aunque solo dejaba ver las sombras. «Parecen monstruos».

La llegada a la ventana se presentó como un triunfo para todos, incluso para él. Sin embargo, el nuevo viaje le pareció eterno a Héctor y se fue desinteresando poco a poco hasta que bostezó y apoyó la cabeza sobre el pasto en la posición contraria. El muro de este lado era más cercano y, además, sí estaba correctamente enyesado. Era de un color rojo intenso que caía muy bien con las rosas del árbol pegado a él del parque colindante. A la familia por alguna razón le pareció creativo ordenar a los niños, cuando todos aún se arrastraban, que se embarrasen las manos con pinturas de diferentes colores y que cada uno dejase su marca pintada con ayuda de sus padres. Héctor reconoció la suya entre tantas otras, más porque su madre se lo había dicho que por realmente recordarlo.

Decidió sentarse por sentirse bien consigo mismo, pero el dolor en aquel punto perdido al interior del estómago no se iría en mucho tiempo. Solo entonces sentiría el sosiego que no le pudo dar la medicina. Vio la mano de pintura bastante deteriorada. ¿Hace cuánto no hablaba la familia sobre el día que pintaron el muro? No le importó en absoluto. En fin, una ridiculez como esa no secaría las lágrimas de los funerales.

En ese momento reconoció una pequeña sombra que salía de la nada.

Tardó unos segundos en comprender que su mano pintada había estado sirviendo de hormiguero por quién sabe cuánto tiempo. Por esa revelación volteó para advertir si la travesía por la ventana de las sombras había concluido. Tal y como lo pensó, seguían caminando y caminando sin romper en un solo momento las filas. Ambos grupos aumentaron en cantidad y caminaban con una parsimonia admirable hacia la misma dirección y por el mismo camino. Héctor entonces permaneció absorto ante la plaga en que todo eso se había convertido. «Ahora debería llamar a mi mamá».

Entonces, desde las heladas corrientes silenciosas del cielo, un fragmento de viento suave se separó de la totalidad a la que pertenecía y descendió hasta el patio de la casa. Hizo silbar a varias hojas con delicadeza, rozó los columpios, elevó las envolturas del suelo, le acarició el rostro y concluyó su andanza con una estrepitosa colisión entre él y una de las paredes.

El influjo que hubo sobre estos y muchos otros objetos se opacó en segundo y dejó un regusto agrio en el ambiente. Héctor notó, cuando abrió los ojos, que las hormigas que estaban al frente de él se inmovilizaron, y tan pronto lo volteó para asegurarse de que las demás habían dejado de marchar también, experimentó la sensación más extraña que tendría alguna vez; por lo menos hasta que fuera transportado hacia el fin del mundo por las pieles.

Nunca pudo describirla con facilidad a nadie. Cuando tuvo la edad de veinte años y los recuerdos de la niñez más le parecían sueños, les dio una oportunidad a algunos amigos doctores (ninguno que fuera profesional lo había tomado en serio) de estudiar su situación por simple curiosidad. Sin embargo, quedó grabada en su memoria hasta la muerte como “aquellos escalofríos que me daban las hormigas cuando hablaban”.

Ellas volvieron a hablarle cuando caminaron sobre la grasa. Le acometieron los escalofríos tan pronto como se fueron, y en eso, los dedos del pie dejaron de dolerle. Las pieles continuaban su recorrido y la sacudida que recibía la casa tomó de pronto proporciones catastróficas. En cada habitación se podía escuchar cómo el fragor del desastre ocurría de formas igualmente devastadoras. Todo objeto en el interior de la cocina terminaba en el suelo de una manera u otra. Platos que se deshacían antes de toparse con una pared. Cubiertos por los aires que creaban una insoportable melodía metálica disonante al caer. Una terrible confluencia de sonidos que inundaría la casa cuando llegara al clímax y que ahogaría todo lo que respirara en aquel mesobiota del que Héctor también formaba parte.

La bombilla en lo alto de todo, como un espectador atónito, llamaría la atención al momento de desprenderse con gran violencia hacia el refrigerador y romperse en miles de pedazos. Haría que Miranda regresara del profundo estado de somnolencia al que se había resignado, y que cayera en la cuenta de que la puerta de la cocina abandonaba poco a poco el estado de superposición que la gobernaba: no hubo puerta en realidad. ¿No lo había recordado? ¿No llevaba suficiente tiempo viviendo en aquella casa como para saber qué habitaciones tenían puerta y cuáles no? «Maldita sea», se dijo susurrando y entrecerrando los ojos mientras miraba la puerta inexistente en medio de tantas servilletas flotantes, trozos de lo que sea, tenedores y cuchillos vibrantes, agua que surgía del interior del agujero donde una vez hubo un grifo y que reemplazaba al sonido en su labor de inundarlo todo.

El sol cegó a Héctor cuando la casa se detuvo y las pieles descubrieron las ventanas. Estaba completamente empapado y seguro de que la bombilla no había bastado para despertarlo del todo. «¿Cuánto tiempo estuve dormido?». Intentó levantarse con todo el dolor del cuerpo que volvía insignificante el del dedo torcido. «Por Dios, mi cabeza», se dijo cuando estaba de pie y buscaba desesperadamente alguna salida. «Sí había puerta…». Volteó lentamente.

El sol lo cegó de nuevo, pero le permitió ver que del grifo de los chorros de agua apenas si caían pequeñas gotas silenciosas. Caminó como cojeando un buen rato sin llegar a la puerta hasta los dos minutos. Aún oía los susurros de las hormigas que para entonces debían haber muerto ahogadas.

«Conque hermoso…». Tardó en darse cuenta de que más allá de la puerta de la cocina no estaba la sala de estar en que solía leer. «¿Ah?». Lo aturdió tanto como el sol a sus ojos el intenso choque de las alas de una bandada de loros verdes que pasó por encima de él y se alejaba con rapidez. «Dónde…». Más allá de la puerta se extendía una llanura inmensa que terminaba en una cordillera cubierta de nubes. Héctor permaneció aterrado con la mano aún sobre la cabeza mientras observaba cada detalle del exterior. Además de las montañas, solo alcanzó a ver un par de árboles a lo lejos que eran suavemente sacudidos por el viento y que parecían alejarse. Puso un pie afuera para quitarse la idea de estar soñando y ver con más claridad. Entonces, sintió el pasto más real que nunca. «Esos no son árboles…».

Pieles 1

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