Hace mucho tiempo, existió una diosa llamada Selene, que era la señora de la luna. Ella acostumbraba pasear por la Tierra acompañada de sus dos fieles perros, dos canes blancos como la leche a los que sujetaba con unas finas cadenas de plata.
Un día, Selene se encontraba caminando a las orillas del río Meandro, impresionada por la belleza del paisaje. Le encantaban las flores, los árboles y los verdes campos que florecían a orillas de las aguas. Pero lo que más la impresionó, fue la enorme colina que se levantaba al pie del valle, preciosa y llena de vida.
Preguntó a los lugaremos como se llamaba aquel lugar y estos le respondieron que se trataba del Monte Latmos. Selene subió a explorarlo con sus perros, emocionada por una nueva aventura.
Llevaba un buen rato caminando cuando repentinamente, se dio cuenta de que no era la única en aquel paraje. A la sombra de un frondoso roble, se encontraba durmiendo un joven pastor de piel blanca como la leche y cabellos dorados. Era tan hermoso, que Selene dudó por un momento que se tratase de un simple mortal.
Jamás había visto ni siquiera a un dios que fuera tan bello como aquel muchacho.
Selene se acercó a él para acariciarle el rostro y el desconocido se despertó, sobresaltado. Luego la miró confundido. Nunca había visto subir a nadie al monte más que él.
—No temas —le dijo la diosa con dulzura—, mi nombre es Selene, estaba paseando con mis perros. ¿Cómo te llamas?
—Endimión —respondió él.
—Yo no soy de aquí, Endimión. Estaba de paso con mis animales, he venido a la Tierra para conocer todos sus rincones —le dijo ella—, y si vienes conmigo, te mostraré lagos, bosques y llanuras mucho más maravillosas que Latmos. Será el viaje de tu vida.
Pero Endimión rechazó su maravillosa oferta.
—No puedo moverme de aquí, tengo que permanecer para estar con los míos. Seguramente habrá lugares más hermosos y grandes que este, pero este sitio y es mi hogar y no lo cambiaría por nada en el mundo.
Desconcertada, Selene volvió a insistir, recibiendo otra negativa por respuesta. Tras varios intentos de convencerlo, la diosa se sintió muy ofendida por su rechazo y quiso vengarse.
—Muy bien —sentenció con frialdad—, pues ya no que no quieres acompañarme, voy a darte el gusto de permanecer aquí. Te quedarás dormido eternamente bajo este árbol y nadie podrá moverte, ni despertarte nunca.
Y pronunciadas estas palabras, Endimión se sumió en un profundo sueño mientras Selene, ofendida, abandonaba la montaña.
Desde ese entonces, cada vez que la luna llena se ponía sobre el Monte Latmos, se decía que era la diosa que volvía para contemplar al pastor del que se había enamorado, durmiendo y atorméntandose por no poder tenerlo cerca.
Endimión jamás pudo despertar de su sueño y terminó por convertirse en parte del monte que tanto amaba. Fue su precio a pagar por tener el atrevimiento de negarse así a la señora de la luna.
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