Todas las mañanas, Andrea entraba en su cafetería favorita, sacaba los apuntes del día y se ponía a repasar antes de tener que entrar a clase. Medicina era una carrera muy demandante y más valía estar preparada para un examen sorpresa del profesor. En su clase era la más avanzada y no quería perderse de tal distinción.
—Señorita, esto es para usted —le dijo el mozo, antes de que pudiera ordenar.
Una taza de capuchino, su café favorito, fue puesto delante de ella. La espuma estaba primorosamente decorada con un pequeño corazón y un apetitoso aroma se desprendía de la bebida.
Andrea parpadeó.
—¿De parte de quién? —preguntó al camarero.
Este señaló una mesa que se encontraba en la esquina. Había allí un muchacho alto y moreno, que estaba de espaldas a ella. La muchacha se ruborizó y debatió por un momento si debía ir a agradecerle. Era terriblemente tímida y pese a sus diecinueve años, no tenía ninguna experiencia con los hombres.
Le dio las gracias al mozo y se dispuso a leer su cuaderno, sintiendo un agradable cosquilleo en el estómago. De tanto en tanto, tomaba sorbos del capuchino.
Era el más delicioso que le habían servido hasta entonces.
Al día siguiente, la escena se repitió y cuando Andrea se volvió hacia su admirador, pudo darse cuenta de que volvía a darle la espalda. Sonrió cálidamente y tomó un sorbo de su café.
Podía acostumbrarse a aquello.
La semana transcurrió de lo más interesante. Todos los días era lo mismo. Una taza de capuchino caliente con corazones llegaba a su mesa y ella no podía ni verle la cara a quien le invitaba. Siempre ocupaba el mismo lugar en la cafetería y nunca podía verle el rostro, pues ninguno tenía el valor de acercarse y entraba a clases antes que él.
La situación le gustaba, pero también la estaba volviendo loca.
Andrea se armó de valor. Tendría que hablarle de una vez por todas al desconocido.
El viernes llegó, para alivio de todos sus compañeros y de ella misma, que solo pedía poder dormir hasta tarde un día, después de haberse desvelado estudiando tanto para los exámenes.
Entró a la cafetería como de costumbre y el camarero le llevó su café, excepto que esta vez venía acompañado de otro detalle. Una larga rosa roja.
—Esto es para usted, señorita —le dijo el mozo, sonriendo y el corazón de la chica se aceleró.
Se ocultó en sus apuntes, ruborizada, pensando más en las palabras que le diría al desconocido que en los conceptos que estaban anotados en su libreta. Se terminó la bebida, lentamente.
—Hola —saludó cuando finalmente, se hubo atrevido a acercarse a la mesa del chico.
Ahora por fin podía verlo. Era un chico guapo, de ojos marrones y dulces. Sonrió.
—Empezaba a preguntarme por qué tardabas tanto en acercarte. Mi nombre es Marcos. Y desde hace días que quiero conocerte. Me pareces una chica muy linda, ¿sabes?
Andrea se puso colorada y sonrió también. Era el comienzo de algo maravilloso.
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