Parece que fue ayer el día en que me marché de mi morada de infancia, para ir a buscarme la vida dentro de las complicadas redes de la ingeniería; siempre me gustó construir cosas, ya fueran casas en miniatura o imaginarios sistemas de andenes y vías mediante tubos de papel higiénico. Juegos infantiles que habrían de derivar en algo más grande.
También me ayudaban a evadirme a momentos de la terrible soledad que rondaba por las paredes de esta casa, una de las más antiguas que existen en la ciudad.
Fui criada por mi abuela, una mujer de pocas palabras y firme convicción en la disciplina a base de escarmientos.
Podría parecer que fui una muchacha muy infeliz, pero lo cierto es que no tanto. Nunca me gustó provocar desorden más allá del que ocasionaba con mis fantasías de construcción, sobre la alfombra de mi habitación; ni tampoco era de las que se metían en problemas. Era buena para el estudio y mi idea de diversión se equiparaba a una buena lectura.
Aburrido, lo sé.
Había una única cosa que, en esos días perdidos de mi niñez, me paralizaba y perturbaba a más no poder. Se trataba de una aparición que, ahora lo sé, debió ser una de las jugarretas más crueles de mi imaginación.
Un inquilino macabro que solía rondar las habitaciones del primer piso y pararse siempre, justo al pie de la escalera. Mirando hacia arriba.
Como si me estuviera esperando.
Yo lo podía ver usualmente a través de la puerta abierta de mi habitación y aun cuando la cerraba, me parecía sentir su mirada penetrante.
Una mirada sin vida, pues las cuencas de sus ojos estaban vacías y su cuerpo se hallaba conformado por blancuzcos jirones de piel. Demasiado córporeo para ser un fantasma, demasiado pálido para ser un monstruo. ¿Qué era aquella cosa?
Nunca lo supe ni lo quise averiguar. Es increíble como a veces la mente puede ser la peor enemiga del mundo. Mi abuela por supuesto, jamás lo creyó, ni lo haría ahora aunque continuara con vida.
Me ha legado esta casa y aunque me he casado y formado mi propia familia, no he podido resistir la tentación de volver.
Los pisos crujen y los muebles de época siguen dándole un aspecto señorial. Volví con mi hija. Pasaremos aquí un fin de semana, mientras me reuno con los de bienes raíces para concertar la venta; mentiría si digo que la nostalgia y los recuerdos me impulsan a conservarla. No soy de esas que se aferran al pasado con desesperación, y menos teniendo tantas cosas buenas en mi porvenir. Las ofertas iniciales por la propiedad, además, han sido no menos que generosas.
Termino de acomodar mi equipaje en mi vieja habitación, cuando la voz de mi hija me llama desde el corredor.
—Mamá —la escucho—, ¿qué es eso?
Salgo del dormitorio, me pongo de pie junto a ella y me quedó paralizada. Hay alguien, algo, al final de la escalera, inmóvil y silencioso.
Está mirándonos.
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