A pesar de ser una construcción antigua y ciertamente lúgubre, la vieja casa de la calle Escudeiros nunca me había parecido tan extraordinaria. Sabía muy bien la fama que tenía, a raíz de haber sido una famosa residencia para huéspedes en los años veinte, y de las supuestas cosas que, de acuerdo con los vecinos, ocurrían en su interior.
Sonidos, muebles que se movían o susurros. Tú sabes, lo convencional cuando se habla de viviendas embrujadas. Siempre es lo mismo con estas leyendas urbanas, ¿no?
El caso es que no iba a dejarme amedrentar cuando ese vago de Villalba y el resto de sus amigotes me retaron a ingresar en la casa.
Nunca he dejado que cualquier imbécil venga a poner mi reputación en duda, y menos por una apuesta ridícula. De modo que, ¿qué tenía que perder? El domicilio de Escudeiros era como cualquiera otra casa; un poco más elegante quizá, pero sin nada que me hiciera temblar de miedo.
De modo que una noche retiré las maderas que tapiaban una de las ventanas; ya ves, y en un santiamén, ¡héme adentro! No había nada que valiera la pena ver.
Muchas telarañas y oscuridad, muebles viejos y medio podridos, bastante polvo en los rincones. A decir verdad, mi único temor en ese momento era el de las ratas que como no, habían vuelto de la residencia su madriguera personal. De lo contrario, quizá me habría quedado a pasar la noche para cerrarle la boca a esos papanatas.
Empero, lo único que debía hacer era tomar algún objeto que valiera la pena y volver a donde Villalba y sus idiotas. Me burlaría en sus caras y de peso ganaría una buena plata.
Hubiera sido la mar de gracioso, de no ser por lo que me encontré en la última habitación de la casa. Verás, resulta que esa estancia no estaba en absoluto deteriorada como el resto de la mansión. No, las paredes estaban revestidas con un costoso papel tapiz de diseños escarlata, que contrastaban con las ricas alfombras del suelo y los muebles de caoba. Y una araña de cristal iluminaba suavemente la estancia, revelando el buen gusto de quien hubiera sido su inquilino.
Ella estaba recostada en el diván. Fumaba un largo cigarrillo y llevaba guantes de seda hasta los codos. Tenía un tocado en la cabeza y un vestido recto, así como los labios pintados de carmín.
—Bienvenido, te estaba esperando —me dijo, con una suave sonrisa—. Esta es mi casa de huéspedes. Puedes tomar la habitación que gustes.
Todo esto ocurrió hace cincuenta años.
La vida ha transcurrido en el exterior con completa normalidad, pero yo sigo atrapado aquí. He intentado salir muchas veces, pero la casa me lo impide. Veo inquilinos de todas las edades, de todas las épocas. A veces llegan nuevos, mientras que otros se han acostumbrado a una existencia en donde los minutos no pasan.
Todos nos quedamos igual. No envejezco, ni me falta nada.
Y si algún día te atreves a entrar aquí, quizá te guste hacernos compañía.
¡Sé el primero en comentar!