—Hace mucho tiempo que no me dices que me quieres.
Jorge se quedó paralizado ante el súbito murmullo de su esposa, que a su lado, susurraba las palabras casi con miedo. El sonido de su voz despertó algo muy profundo en él, que estuvo casi avergonzado de admitir. En la oscuridad, tumbado junto a ella pero sin tocarla, reparó en que lo que acababa de decir era cierto.
Hace tiempo que entre ellos no existía el más mínimo chance de intimidad. Pero eso no podría ser su culpa, ¿o sí? Era lo más normal del mundo. Había un momento en que todo matrimonio tenía que llegar a ese punto muerto.
Entre que él tenía que trabajar todos los días; lunes a viernes de siete a ocho de la noche, los sábados hasta las cinco, el pagar facturas, estar al pendiente de los niños (ya ni tan niños), las comidas en lo de sus suegros los domingos, Estela diviéndose entre las tareas de la casa y su empleo como recepcionista; en fin, tantas ocupaciones, que la verdad ya no tenían tiempo ni para ellos dos.
Pero era lo normal. Eso quería pensar.
Hizo una pausa mientras clavaba los ojos en el techo de su dormitorio y a un costado, sintió como Estela se removía, incómoda. Y por primera vez en treinta años de casados, tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para poder responderle:
—Estoy muy cansado, vieja. Duérmete, por favor.
Así, tan fácil. Tan seco. Ella no renegó, ni hizo amago de contestarle. Simplemente le dio la espalda y se echó a dormir en su rincón de la cama, pensando en si alguna vez había tenido en verdad lo que ahora se lamentaba de perder.
Y Jorge se durmió también, experimentando cierta sensación de remordimiento, que toda la noche no lo dejó de molestar, como si ahora tuviera una piedra en el riñón.
A la mañana siguiente se levantó cansado, más cansado de lo que había estado nunca.
Miró a su mujer, durmiendo y la culpabilidad, mezclada con algo más profundo, que hace años no reconocía, lo asaltó de pronto. Cierto era que ya no eran aquellos jovencitos enamorados que paseaban tomados de la mano por el parque. Sin embargo, aun quería a su esposa.
Y la estaba alejando irremediablemente.
Jorge se dirigió a la cocina en silencio y preparó una bandeja con esmero. Era sábado y entraba más tarde al trabajo. Se tomó la molestia de cocinar los waffles que tanto le gustaban a su mujer, sirvió una taza de café y un vaso con jugo de naranja, y hasta cortó una petunia del jardín para decorar aquellas delicias.
Estela se sorprendió al despertar y verlo entrar en la habitación con aquella sorpresa. Los ojos se le anegaron de lágrimas, como los de una chiquilla.
—Jorge, pero ¿qué significa esto? ¿Qué…?
Él la acalló, colocando la bandeja en la cama.
—No digas nada, vieja. Perdóname. Es solo que ayer se me olvido decirte lo mucho que te quiero.
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