Tiempo atrás, en las tierras que hoy se conocen como el país de Dinamarca, habitaba un rey muy próspero que tenía a sus pies un reino magnífico. Este hombre se llamaba Valdemar y más que sus riquezas o su poder, amaba muchísimo a su hija Tove.
Jamás se había visto un cariño tan grande como el que él sentía por la princesa, cosa que habría sido muy normal entre un padre y una hija. Sin embargo, Valdemar amaba a la chiquilla con una fuerza que desconcertaba a sus cortesanos y que iba más allá de los límites de cualquier progenitor. De esto se dieron cuenta un día en que, desgraciadamente, la niña murió.
Cegado por el dolor, Valdemar mandó embalsamar el cuerpo de su hija y en vez de enterrarlo, ordenó que lo colocaran en una lujosa habitación junto a la suya. Y cada vez que se ponía el sol, él acudía para darle las buenas noches como si aún siguiese viva.
—Esto no puede ser posible, no podemos concebir que el rey siga mostrando una conducta tan abominable —decían sus cortesanos—, ¡está conviviendo con un cadáver!
Uno de ellos, el más humilde de la corte, quien era poco más que un lacayo, decidió entrar a la habitación de la princesa cuando el rey estaba ausente y descubrió que todavía llevaba en su mano un anillo precioso.
Nadie más lo sabía, pero ese anillo se lo había dado su madre antes de morir y pesaba sobre él un poderoso encantamiento, que haría que el rey le tuviera un amor inconmensurable a quien lo portara. Se lo puso pues el cortesano y las cosas cambiaron en palacio.
De repente, el rey pareció tomar muchísimo agrado por él, al grado que lo nombró su consejero y lo hizo comer a su lado, y ya no le negaba nada.
Su hija en cambio, fue finalmente enterrada.
—No podemos seguir teniendo un cadáver aquí —dijo el rey espantado—, por mucho que me duela despedirme de mi querida Tove, es necesario que encuentre descanso en la tierra.
Y así ocurrió.
Mientras tanto, el cortesano comenzó a sentir remordimientos, pues sabía que no había hecho ningún mérito para ganarse las atenciones del rey. Se desprendió del anillo y lo arrojó a las profundidades de un lago que se encontraba en el bosque de Gurre. Y así desapareció toda la simpatía que el soberano había tenido por él.
Cierto día en que daba un paseo, Valdemar encontró el lago y le gustó tanto, que se hizo construir un palacio en el islote que había en el centro.
—Este paraíso es mucho mejor que el Valhalla y ni Odín ha de arrebatármelo —dijo atrevidamente.
Odín, el mayor de los dioses, se sintió tan ofendido por sus palabras, que lo condenó a vivir allí para siempre, aun después de su vida mortal. Y se dice que hasta hoy en día, el alma errante de Valdemar deambula por las inmediaciones del lago, sin poder separarse de él hasta el día del juicio final.
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