En medio de las montañas vivía un humilde pero sabio agricultor, que se dedicaba a plantar semillas para embellecer la naturaleza. Su padre y su abuelo habían hecho el mismo trabajo, y ahora él le estaba enseñando a su hijo a hacer lo mismo, no sin algo de esfuerzo, pues este era un joven impaciente y que se dejaba llevar por sus impulsos.
—Acompáñame a colocar unas semillas —le dijo un día, después de que ambos se despertaran temprano—, he preparado la tierra para plantar.
Y así salieron los dos de casa y se ocuparon en colocar unas cuantas semillas de bambú.
—A partir de ahora tendrás que venir a regarlas frecuentemente — dijo el agricultor al chico—, con el agua y el sol que reciben, estoy seguro de que se convertirán en unos bambús hermosísimos.
Y como le dijera su padre, el chico acudió a regar las semillas constantemente, viendo con frustración que después de varias semanas, no había salido de la tierra el más mínimo brote. Al darse cuenta de esto, el muchacho montaba en cólera y pisoteaba la tierra dando alaridos.
—¡Crezcan, maldita sea! ¡No estoy trabajando para nada! —exclamaba— ¿Por qué no crecen?
Esto hacía que volviera a casa muy enojado. Un día, el padre le preguntó porque se encontraba de tan mal humor y el muchacho no pudo más.
—Padre, siento que nos hemos esforzado en vano —le dijo—, hace semanas que voy a regar las semillas de bambú y para nada que germinan. Yo creo que nada va a crecer en ese suelo y deberíamos dejar de preocuparnos por ellas. Hagamos otra cosa en lugar de sembrar.
El agricultor sin inmutarse, le ofreció una sonrisa tranquila.
—Esos bambús crecerán, lo creas o no. Pero habrán de pasar varios meses hasta que veas los frutos de todo ese esfuerzo, pues los bambús no son aptos para los impacientes. Durante los primeros siete años, nada sucede con él, de manera que puede uno pensar que pasa algo malo con el suelo o que las semillas que compró son infértiles.
El muchacho suspiró, decepcionado.
—Pero durante el séptimo año, bastan tan solo seis semanas para que los tallos crezcan más de 30 metros y es entonces cuando todo el trabajo duro tiene su recompensa —le explicó su padre—. El éxito hijo mío, es igual en todos los campos, pues nada que valga la pena se consigue tan fácilmente. Hay esforzarse y perseverar para cumplir nuestros sueños, pero sobre todo, tener fe en ellos y saber que aunque no veamos resultados de inmediato, algo bueno se está forjando para el futuro.
Después de esto, el agricultor obligó a su hijo a seguir yendo a regar sus semillas, por más que esto le pareciera inútil.
Pero pasó el tiempo y siete años después, algo maravilloso sucedió. Los bambús empezaron a brotar de la tierra, y crecieron hasta convertirse en tallos fuertes y majestuosos.
Y el muchacho, que para entonces era un hombre, aprendió por fin que la perseverancia era un gran tesoro.
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