En un jardín muy frondoso, florecía una gran vaina de amaranto, del que de tanto en tanto sus dueños sacaban las semillas para preparar todo tipo de alimentos. Sin embargo, al amaranto no le importaba ser utilizado de esta manera. Estaba demasiado ocupado envidiando a su flor vecina.
Y es que, justo a un lado suyo, florecía un precioso rosal cuyas flores eran las más bellas del jardín. El amaranto se la pasaba suspirando al mirar lo bonitas que eran, con su aroma fragante y los pétalos suaves y abiertos.
«Ojalá yo pudiera ser tan hermoso como esas rosas», pensaba para sí mismo.
Luego se contemplaba y se sentía decepcionado ante lo que veía. No le gustaba ser tan alargado, ni estar tan lleno de semillas. Pensó que si fuera tan suave y precioso como una rosa, la vida sería muy distinta para él.
Un día, viéndolo tan triste, el rosal se dirigió a él y le preguntó que le ocurría.
—¿Qué va a pasarme? ¿Acaso no me ves? —le dijo el amaranto— ¡Mira lo insignificante que soy!
—La verdad es que yo no te veo nada de malo —le dijo su compañero con sinceridad.
—No juegues de esta manera conmigo, bien sabes que no podemos compararnos —insistió el rosal—, ¡mira lo bello que eres tú! ¡Mira que encantadora es la rosa como flor! Es la preferida tanto de los Dioses como de los hombres, con su belleza y ese delicioso perfume que emana de ella. ¡Como me gustaría ser una de tus flores!
El rosal, muy sorprendido por su admiración, se apresuró a contestarle:
—Mi querido amaranto, me parece que no estás viendo más allá de esos dones que tú tanto admiras. Cierto es que yo doy flores, pero solo duran una corta temporada. E incluso si ninguna mano malvada viene a arrancármelas, estas se encuentran destinadas a morir.
—Oh, ¡no me digas eso! —exclamó el amaranto.
Jamás había pensado en esos crueles detalles.
—En cambio tú, jamás envejeces. Siempre tienes un color tan sano y hermoso —le hizo ver el rosal—, eres prácticamente inmortal. No das flores, pero tienes semillas que alimentan a toda criatura viviente. Los humanos y los Dioses las aprovechan sin cesar, y por ello te están eternamente agradecidos. ¿Es qué no te has dado cuenta? Tú das más vida de la que yo nunca podré brindar con mi belleza.
En ese instante, el amaranto se sintió avergonzado por la actitud tan infantil que había tenido en todo aquel tiempo. Sintió pena por el rosal, pues era verdad que aunque era muy bello, la fragilidad de sus flores no se comparaba con la fuerza de sus semillas.
—Tienes razón en todo lo que dices. A partir de ahora, no voy a volver a quejarme por nada. Voy a agradecer lo que tengo.
Y el amaranto cumplió con su promesa.
Ahora se sentía orgulloso de lo que era y cada vez que alguien se llevaba sus semillas, se alegraba y se sentía valioso. Era realmente feliz.
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