Era bastante temprano cuando la protagonista de nuestro cuento corto, una señora de edad media, llego al andén de la estación de trenes para coger su transporte. Había comprado su boleto con anticipación, pero aquel día, tuvo la mala suerte de enterarse de que el ferrocarril había sufrido una avería, por lo cual llegaría más tarde de lo esperado.
Molesta, ella decidió comprarse una botella de jugo y un paquete de galletas para almorzar mientras esperaba. Se sentó en una de las bancas y se puso a hojear una revista.
Un par de minutos después, llegaba a sentarse a su lado un joven vestido con jeans y el cabello largo, amarrado en una coleta. La señora lo vio de reojo con desdén, preguntándose como podía llevar semejantes pintas. Y su indignación aumentó cuando vio como el chico, sin decir una palabra, cogía el paquete de galletas y lo abría para empezar a comer como si nada.
“¡Qué sinvergüenza!”, pensó ella con furia.
Pero como no quería hacer un escándalo, simplemente fulminó al chico con la mirada, extendió una mano hacia el paquete y tomó una galleta que se metió a la boca, masticándola lentamente sin dejar de mirarlo a los ojos.
Para su sorpresa, el muchacho simplemente le sonrío y tomó otra galleta. Después, ella tomó una más.
Y así cada uno de los dos agarraba una galleta a la vez y comían en silencio. La mujer le reprochaba con sus ojos su osadía mientras él simplemente continuaba sonriendo.
Tras comerse casi todo el contenido de la bolsa, el joven se dio cuenta de que únicamente quedaba una galleta.
“¡Solo eso faltaba! Que después de quitarme mis galletas, quiera la última para él”, pensó la mujer enojadísima. No obstante, el chico tomó el confite y partiéndolo en dos, le ofreció la mitad.
La señora se la arrebató y se la comió en un instante, viendo que su tren estaba llegando al andén.
Tomó sus maletas y se dirigió muy airada al ferrocarril, mientras el joven le deseaba buenos días. “¡Si es que hay gente que no tiene la más mínima vergüenza!”, pensó ella al tiempo que le entregaba su boleto al encargado del tren. “Con esa facha, menos podía esperarse, estos jóvenes de hoy solo piensan en malvivir”.
Ocupó su asiento dentro del tren y abrió su bolso para sacar la botella de jugo. ¡Cuál fue su sorpresa al encontrar que adentro estaba también su paquete de galletas intacto!
Estupefacta, la mujer lo observó y luego sintió que un rubor furioso inundaba su rostro.
Resultaba que en todo ese tiempo, había sido ella la ladrona aprovechada que había estado tomando las galletas de aquel joven sin su permiso, ¡y él no le recriminó nada, sino que incluso había aceptado compartirlas con una sonrisa en la cara!
La señora sentía que se moría de la vergüenza. Cuando el tren partió, solo podía pensar en lo equivocada que estaba y en que nunca más se apresuraría a juzgar a nadie por su aspecto.
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