Tanzan y Ekido eran dos monjes que siendo jóvenes, habían hecho un voto de castidad. Por eso vivían en un monasterio donde no había mujeres y se dedicaban exclusivamente a la meditación. Llevaban pues, una vida tranquila y lejos de los placeres mundanos. Pero un día tuvieron que hacer un viaje y marcharon a pie por la montaña.
En el camino empezó a llover fuertemente y el agua inundó completamente el sendero. Más adelante, corría un arroyo lleno de lodo por el que debían cruzar sin importar que se ensuciaran las sandalias.
Y ante él, se encontraba una hermosa joven vestida con un largo kimono de seda, indecisa.
Ella también debía atravesar, pero temía ensuciar aquellas ropas tan finas que se había puesto para una ceremonia en las cercanías. Era muy bella, tenía la piel blanca como la leche y un cabello largo, tan oscuro como la noche.
Al verla, Ekido se sintió turbado por su belleza pero Tanzan, con una sonrisa suave, la tomó en brazos y cruzó con ella por al arroyo, manteniéndola limpia. La muchacha le agradeció con mucha dulzura y prosiguió su camino.
Durante el resto del viaje, Ekido no pronunció una sola palabra.
Esa misma noche llegaron a un monasterio vecino, completamente empapados y con los pies muy sucios. Los otros monjes les dieron la bienvenida, les prepararon un baño caliente para que se limpiaran y les sirvieron la cena.
Tanzan estaba muy intrigado por el silencio de Ekido, pero no quería presionarlo. Cuando ambos se retiraron a dormir a su habitación, Ekido por fin quiso hablar con él.
—Tú sabes —le dijo—, que hicimos un voto para mantenernos castos. No podemos acercarnos a las mujeres. En especial a las que son jóvenes y hermosas, esas pueden ser las más peligrosas.
—Te escucho —le dijo Tanzan.
—Quiero saber porque cargaste entonces a esa chica —Ekido parecía muy consternado—, tan lozana, tan bonita… ¿sabes lo arriesgado que fue llevarla en tus brazos? ¿Por qué lo hiciste?
Tanzan, sin sentirse ofendido por las preguntas de su compañero, volvió a sonreír con la serenidad que lo caracterizaba.
—Pero querido amigo, tú eres quien sigue cargando con ella, cuando yo la deje atrás en el mismo instante en que atravesamos el río —dijo él—, ¿es eso lo que te ha estado preocupando todo este tiempo?
Ekido se sintió muy avergonzado al darse cuenta de lo que estaba haciendo.
—Es verdad que hice un voto al igual que tú, pero no dejes que eso te impida moverte por el mundo con la conciencia tranquila. En ocasiones, lo que parece un problema ante los ojos de uno, no lo es en absoluto para los demás. La mayoría de los problemas solo existen en nuestra cabeza. Si conservamos la inocencia y las buenas intenciones, verás que nada es tan malo como parece.
Ekido le pidió disculpas a su querido amigo por haberse dejado llevar por sus prejuicios. La lección tan importante que aprendió aquel día, no se le iba a olvidar jamás.
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