Este relato corto está basado en una fábula de Esopo.
En un pueblo en medio del bosque, vivían dos hombres que desde siempre habían querido ir a la ciudad a buscar trabajo. Como habían crecido juntos se consideraban amigos, pues todo el tiempo habían compartido buenos momentos. Pero estaban por descubrir que la amistad no se define por esos instantes de alegría, sino por las pruebas más difíciles.
Así pues, un día decidieron emprender por fin el viaje a la ciudad más cercana y se marcharon a pie por el sendero entre los árboles. Prepararon bolsos con provisiones y todas sus cosas esenciales, internándose en el bosque y hablando de lo que querían hacer al llegar.
En eso se encontraban cuando, en medio de un tronco fresco y recién cortado, encontraron una hermosa hacha de hierro incrustada.
—Vaya, pero magnífica hacha nos hemos encontrado —dijo uno de los viandantes, mirándola con admiración.
Pero el otro, al escuchar aquello, sintió una punzada de envidia en su interior y se apresuró a negarlo.
—¿Encontramos? Querrás decir que yo encontré —le dijo presuntuosamente al otro—, porque yo la vi primero.
—¿Estás seguro? —le preguntó su amigo, consternado.
Era la primera vez que le hablaba de esa forma.
—Sí, de hecho, estaba a punto de decírtelo cuando tú hablaste —le dijo su acompañante, aproximándose a tomar el hacha para sí—. Pero sí, yo la vi primero y por lo tanto, es mía. Si lo piensas bien es mejor así, pues yo siempre he sido mejor que tú en los trabajos manuales. No te preocupes, seguro que tú encuentras algo mejor después.
Decepcionado por la actitud mezquina del joven, el primer viandante asintió con la cabeza y prosiguieron su camino, ya con menos entusiasmo de antes. Comenzaba a darse cuenta de su amigo no era tal realmente.
Más adelante, se dieron cuenta de que no sabían que dirección tomar. El bosque era más espeso que antes y pronto iba a oscurecer.
—Vaya, parece que nos hemos perdido —dijo el viajero que aun sostenía el hacha—, ¿qué vamos a hacer?
El otro no estaba tan preocupado como él. Le habían enseñado a seguir rastros en las afueras y sabía también como encender una fogata, estaba seguro de que podía hallar la salida en un par de horas.
—¿Qué vamos a hacer? —cuestionó a su acompañante— Dirás que vas a hacer tú, que te quedaste con el hacha.
—Pero… ¡si estamos perdidos!
—No, no digas estamos perdidos cuando antes no quisiste admitirme antes en tu hallazgo. Tú estás perdido. Y ya que estás tan bien armado, me parece que voy a dejarte aquí y proseguiré yo solo. Descuida, seguro puedes talar unos cuantos árboles para que no te obstruyan el sendero. Nos vemos en la ciudad, si es que llegas.
Y diciendo esto, se retiró dejando al otro desamparado.
Fue así como aprendió que los verdaderos amigos no solo saben compartir los buenos instantes y las desgracias. Cuando tienen un éxito, les agrada compartirlo con quienes les quieren de verdad.
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