Me gusta mi trabajo como enfermera en este hospital. Estar en el área de maternidad es todo un privilegio, a pesar de las horas que puede durar un parto y los extenuantes cuidados que necesitan los recién nacidos. Simplemente nada se compara con ver llegar al mundo a estas pequeñas criaturitas, o la primera vez que descansan entre los brazos de su madre.
He visto ya decenas de partos hasta este momento, pero ni una sola vez me deja de asombrar lo maravilloso que es el milagro de la vida.
Ya lo creo que es bonito trabajar en un área como esta del hospital.
Sin embargo, hay una única desventaja de la que ninguna enfermera se atreve a hablar. Y es ese tortuoso trayecto que se interpone entre las habitaciones de las madres recién paridas y los cuneros de maternidad. Ese largo pasillo, que debes atravesar con los bebés envueltos en sus sabanitas y que parece interminable cada vez que caminas por él, con sus paredes blancas y silenciosas, y el piso pulcro de baldosas blancas.
No hay nada más aterrador que ese silencio, esa soledad presente en el corredor. Por qué sabes que de un momento a otro, le verás a él.
—¡Abrázame! ¡Abrázame! ¡Vamos, prometo no morderte!
La vocecita llega hasta mis oídos produciéndome un espasmo que me recorre de pies a cabeza, y me obligo a mi misma a permanecer con la mirada fija en las puertas al final del pasillo.
Puedo verlo por el rabillo del ojo pero jamás me atrevería a observarlo directamente.
La última vez que lo hice casi grito de espanto.
Parece un bebé pero esa cosa, no es realmente un bebé. No puede serlo. Se arrastra a gatas, como hacen los niños que son demasiado pequeños para caminar. Tiene ojos diminutos, como dos canicas negras y una boca monstruosa con dos hileras de dientes que abarca casi toda su cara. Dientes deformes y desproporcionados para su horrible rostro.
—¡Abrázame! ¡Cógeme en tus brazos!
Aferro al recién nacido que acabo de recibir en la sala de partos y me precipito, con pasos largos y firmes, hasta las puertas que me sacarán de ahí.
Aún me parece escuchar su voz una vez que he atravesado el umbral hasta la sección de maternidad.
Pero cuando entro en el área de los cuneros, respiro con alivio.
—El bebé de los Ayala está aquí —anuncio con alegría a mis compañeras.
Las tres enfermeras que yacen atendiendo a los pequeñitos me sonríen.
—Vaya, pero si es precioso, se parece mucho al papá —dice una de ellas, mientras pongo al bebé en una cuna vacía.
—Menos mal que fue parto natural, la mujer de la habitación 212 no acaba de recuperarse de su cesárea.
—Es una lástima cuando hay que intervenirlas por qué no pueden dar a luz, ¿pero qué se le va a hacer?
Las escucho cotillear con una sonrisa tranquila. Sé de sobra que nunca mencionarán al extraño bebé del pasillo. Yo tampoco lo haría.
Photo by Nationaal Archief
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