Elena era una anciana mujer que vivía en la hermosa ciudad mexicana de Puebla, una urbe que hasta hoy en día es conocida por sus múltiples edificios históricos, callejones y como no, por el sabroso mole que se inventó en uno de sus conventos.
Durante su juventud, Elena había sido una mujer muy bella, de preciosos ojos negros y figura esbelta que atraía a los hombres por montones. Había tenido montones de pretendientes pero solo se había casado una vez, y de ese amor se había despedido ya hace años, quedando sola en una elegante residencia y con una cuantiosa fortuna de la cual disponer.
Era en cierto modo, afortunada por poder vivir con tranquilidad sus últimos años.
Más he aquí que un día, sintiendo que la muerte estaba cerca, acudió a la iglesia a ver a su confesor, refiriéndole asustada, que había soñado con el Diablo y que sentía que iba a llevarse su alma a los infiernos.
—Tonterías —dijo el cura en la capilla—, esas tribulaciones no son más que imaginaciones tuyas. Siempre has sido una buena cristiana.
Y era cierto. Conocida por su buen corazón, la vieja mujer era responsable de la construcción de más de un orfanato u hospital en las inmediaciones de la ciudad, así como de asistir a los pobres.
Aún así, Elena no se quedaba tranquila y para estar segura de que su alma obtendría descanso eterno, dispuso que su herencia fuera repartida entre los más necesitados de la ciudad, cosa que quedó legada de inmediato en su testamento.
Un buen día, la anciana falleció en su cama y se organizaron los preparativos para el sepelio. Estuvieron presentes en la ceremonia solamente el cura, un acólito que lo acompañaba y el enterrador.
Al echar un vistazo al ataúd de la muerta, este último se percató de algo: la viuda lucía en su dedo índice un enorme anillo de brillantes con una esmeralda reluciente en el centro. Aquella joya por sí misma debía valer una auténtica fortuna.
Elena ya no la necesitaría así que resolvió que esa misma noche, robaría el anillo sin que nadie se diera cuenta.
Tan pronto como echó la última pala de tierra, esperó a que el cura y su compañero se marcharan para comenzar a desenterrar el ataúd. Fue un trabajo que le llevó largas horas.
Cuando por fin llegó al final de la fosa, abrió la caja mortuoria e intentó sacar el anillo, en vano. Desesperado, el sepulturero le cortó el dedo índice al cádaver, tras lo cual se escuchó un estremecedor aullido que lo dejó paralizado.
Elena se quejaba en su féretro y su dedo, ese que sostenía en su mano profana con la esmeralda, lo apuntaba a él de manera acusatoria.
El cementerio se llenó de tenebrosos alaridos.
Al día siguiente, el enterrador fue encontrado en el fondo de la fosa muerto, con una mueca de espanto y un dedo cortado en la palma. Había fallecido de un ataque al corazón. A su lado, la viuda seguía intacta.
¡Sé el primero en comentar!