Cuento corto adaptado de una fábula tradicional japonesa.
En lo más profundo de un bosque habitaba un hombre que hacía mucho tiempo, había dejado de encontrarle sentido a su existencia. Tenía muchos problemas que lo aquejaban y no sabía como resolverlos. Tiempo atrás la vida había estado llena de excitación y de nuevas emociones, pero con el tiempo, la rutina y los inconvenientes se habían apoderado de él, volviéndolo un hombre triste y solitario.
Atormentado, el pobre resolvió que iba a tirarse al río hasta ahogarse, pues ser quien era nunca le había traído nada bueno. Las aguas borrarían todas esas penas que lo habían atormentado desde hace tiempo.
De pronto, el hombre se tropezó con algo en el suelo y al bajar la mirada, se dio cuenta de que había un objeto que resplandecía a sus pies.
Lo tomó en sus manos.
Era un enorme diamante, el cual lanzó un fulgor que por poco cegó los ojos al limpiarlo con la manga de su camisa para verlo mejor. Era la piedra más hermosa que había visto nunca. Y desde el interior, alguien parecía estarlo observando.
Se trataba de un hada del bosque, diminuta y delicada, con dos alas que parecían hechas de bruma.
Tenía un rostro pálido como la nieve, un cabello de oro y dos ojos que le robaron el alma al hombre, quien se preguntó si no estaría soñando al contemplar a aquella criatura.
—Soy el hada del bosque —le dijo ella con voz musical—, durante siglos ha ayudado a las personas a cumplir sus más grandes anhelos. Realizo sueños imposibles y otorgó bendiciones a quienes dan conmigo. Pídeme lo que tu corazón más quiera y te será concedido sin condiciones.
Al escucharla, el hombre tuvo esperanza de nuevo. ¡Podía ser feliz otra vez! Pero no sabía exactamente que era lo que necesitaba para lograrlo.
—Vamos, pídeme lo que más deseas —le repitió el hada.
Su voz hizo eco de una manera tan dulce para aquel hombre, que no se atrevió a confesarle su indecisión. Por lo que dejó que ella decidiera lo que sería más adecuado para alguien atormentado como él.
—Pequeña hada que vives dentro de este diamante, yo te pido que me concedas lo que tú consideres mejor para que pueda ser feliz.
El hada lo miró confundida y luego, una mueca de tristeza se dibujó en su rostro.
—¡Pero que hombre tan desdichado! ¿No ves lo cruel que puede ser el destino? Lo mismo me pediste cuando solo eras un animal y te transformé en la persona triste que eres ahora.
El hombre sintió que el alma se le caía a sus pies.
—Nunca podrás ser feliz mientras no encuentres satisfacción en ser quien eres —dijo el hada—, ahora sé que los deseos que concedo no son más que quimeras. La felicidad está dentro de uno mismo y no depende de riquezas, fama, poder o belleza. Creer eso es el error más grande que pueden cometer las personas.
Y dicho esto, desapareció con el diamante.
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