Este era un gato muy glotón que todo el día se la pasaba comiendo. Incluso cuando los demás mininos se quedaban dormidos al sol, él prefería escabullirse para buscar algo con lo que pudiera llenarse la barriga, que a esas alturas no parecía tener fondo.
Desde que era pequeñito, sus dueños lo habían acostumbrado a comer en demasía. Cada vez que se sentaban a la mesa, le daban sobras en abundancia y era por eso que el gato ahora despreciaba las croquetas.
Recibía tres comidas al día, muy apetitosas, mucho más que los otros felinos. Y aun así nunca se sentía satisfecho.
Un día, salió de su casa como de costumbre para ir a merodear por el mercado local, en donde casi siempre conseguía robar alguna cosa. Se dio cuenta de que había un pescador que acababa de llegar a su puesto, con una cesta llena de sardinas recién pescadas.
De solo verlas se le hizo agua la boca.
—Pero que festín me voy a dar con una de esas sardinas —se dijo a sí mismo, relamiéndose los bigotes—. Solo tengo que esperar a que ese pescador se descuide ¡y pum! Le voy a quitar una enfrente de sus narices.
Y así fue. Mientras el pescador se encargaba de atender a uno de sus clientes, el gato saltó sobre la cesta y a pesar de su enorme barriga, fue capaz de tomar una sardina con la boca y echarse a correr a toda velocidad.
—¡Eh, gato torpe! —le gritó el pescador— ¡Devuélveme eso!
El hombre se puso a perseguirlo por todo el mercado, hasta que lo perdió de vista detrás de uno de los puestos. Triunfante, el gato se dirigió con su presa hasta un río cercano, donde podría comer sin que lo molestaran.
Odiaba que los otros gatos se acercaran para pedirle comida.
Se sentó enfrente de las aguas cristalinas para degustar su sardina, pero en ese instante, se dio cuenta de que había otro gato frente a él. Se le parecía muchísimo, pero era más grande y gordo. ¡Y tenía un pescado más enorme que el suyo en la boca!
«Qué jugosa se ve esa sardina, se ve aún más rica que la mía», pensó él, lleno de envidia.
Y como aparte de glotón era un avaricioso, quiso quitársela, porque la que se había robado ya no le parecía tan apetitosa. Entonces soltó su pescado y se abalanzó sobre el otro gato, cayéndose estrepitosamente en el río.
Y es que el gato más grande, no era más que su propio reflejo distorsionado en el agua y hasta ahora se daba cuenta.
Muy enfadado, salió dando brincos del agua antes de que la corriente lo arrastrara, mojado y sin su sardina. Por ser tan ambicioso se había quedado sin el pescado.
—Que tonto he sido —refunfuñó—, si tan solo me hubiera contentado con lo que tenía, no me hubiera llevado tal chapuzón.
A partir de ese momento, nunca más se atrevió a robar nada en el mercado y empezó a comer menos.
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