Este era un pastor que vivía en una cabaña a los pies de la montaña. Todos los días muy temprano, salía de casa con su rebaño de ovejas para llevarlas a pastar a un prado que se encontraba cerca de ahí. Allí, las ovejitas comían a sus anchas cuanta hierba querían mientras su amo las vigilaba.
Hacía años que había aprendido a mantenerse sumamente alerta, pues había lobos que moraban en las cercanías y en cualquier momento podían aparecer, y devorar a sus pobres ovejas.
Un buen día mientras ellas se encontraban comiendo, el pastor se sintió observado. Al mirar entre los matorrales casi se lleva un susto.
Un lobo los estaba espiando desde ese lugar. El pastor se puso en guardia y observó como el animal salía lentamente de su escondite, pero no se arrojaba sobre ninguna de las ovejas, ni tampoco sobre él.
—Que extraño —se dijo el pastor—, si fuera un lobo normal, ya estaría teniendo que ahuyentarlo con mi vara.
Toda la mañana restante se la pasó vigilando a la bestia. Como vio que no hacía nada, se relajó y al día siguiente, cuando volvió a aparecer, ni siquiera se asustó. La escena se repitió al otro día y al otro, y con el tiempo, tanto el hombre como las ovejas se acostumbraron a su presencia.
El lobo comenzó a seguir al pastor como si fuera un perrito faldero. Caminaba detrás de él muy dócilmente y hasta respondía cuando le hablaban.
De modo que el sujeto empezó a verlo como un amigo, más que como una amenaza.
Un día, el pastor tuvo la necesidad de acudir al pueblo más próximo, pero sus ovejas todavía no terminaban de pastar. Confiado como se había vuelto, se las encargó al lobo en lo que volvía.
—No me voy a tardar mucho, pero ya sé que tú no te las vas a comer —le dijo—, volveré en un rato.
Y dicho esto, se marchó muy tranquilo. En el pueblo arregló todos los asuntos que tenía pendientes, comió y hasta se consiguió un par de sandalias nuevas, perfectas para andar por horas en el valle con su rebaño.
Pero grande fue su sorpresa al volver y encontrarse con que todas las ovejas habían desaparecido.
Aprovechando su ausencia, el lobo se había quitado la máscara y se había arrojado sobre el rebaño, devorando a cada uno de sus miembros hasta quedar con la barriga hinchada.
Al darse cuenta de esto, el pastor sintió que montaba en cólera.
—¡¿Cómo pudiste comerte a mis ovejas?! ¡Creí que éramos amigos! ¡Yo confiaba en ti!
—Ese precisamente fue tu error —le dijo el lobo antes de desaparecer—, soy un lobo, no puedo cambiar mi naturaleza. Pero sí que puedo ser paciente para engañar con tal de lograr lo que quiero. La próxima vez, recuerda que no debes confiar tanto en tus enemigos.
Y muy a su pesar, el pastor tuvo que darle la razón. Pues las criaturas más peligrosas, eran justamente las que aparentaban ser algo que no eran.
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