Había una vez un hombre al que le encantaba mirar las estrellas. Desde niño se pasaba horas tumbado en el pasto o en el tejado de su casa, preguntándose que habría más allá de esos puntos luminosos que brillaban en el firmamento.
—Si pudiera ir hasta allá arriba y verlo por mí mismo, aquí en la Tierra es todo muy aburrido —se lamentaba.
Y así, seguía soñando e imaginando de que alguna manera ascendía hasta la bóveda celeste y descubría todas las galaxias, las nebulosas y estrellas que vivían allí arriba.
Era por eso que todo el tiempo andaba distraído y no prestaba atención a las cosas que lo rodeaban. Todos cuantos lo conocían lo llamaban el astrónomo, porque vivía en las nubes y tenía esa extraña obsesión con los cuerpos celestiales.
Con sus manos llegó a construirse un enorme telescopio, con el cual se pasaba buscando estrellas que nunca antes hubiera visto.
Una noche muy oscura e ideal para observar el cielo, el astrónomo tomó su instrumento y salió al campo para ver que de nuevo había allí arriba. No había nada que le emocionara más que aquellas largas horas de contemplación.
—Iré a la montaña, donde nadie me moleste —se dijo—, allí se puede mirar la luna como en ningún lugar.
Yendo de camino hacia el monte, el joven no apartaba la vista de las estrellas que tanto los fascinaban y como iba tan concentrado en ellas, no vio el enorme agujero que había más adelante y de pronto, dejó de sentir el suelo bajo sus pies.
El astrónomo gritó dándose cuenta de que era demasiado tarde. Había caído en un pozo, por suerte no muy profundo, pero del que le sería muy difícil salir sin ayuda.
—¡Auxilio! —gritó— ¡Alguien ayúdeme, por favor! ¡Me he caído! ¡Ayuda, ayuda!
Sus gritos alertaron a un campesino que a esas horas de la noche, andaba buscando a una de sus ovejas que se había perdido. El pastor se acercó al borde del pozo y se sorprendió mucho de verlo en el fondo.
—¡Sujétate, que voy a lanzarte una cuerda! —le gritó.
Y en cuanto el cordel hubo caído, el astrónomo se sujetó con fuerza y pudo sacarlo al cabo de un par de minutos.
—¡Muchas gracias! Pensaba que iba a quedarme allí toda la noche —le dijo al campesino con agradecimiento.
—¿Cómo fue que te caíste ahí dentro? ¿No viste el hoyo tan enorme que había aquí?
—La verdad es que no —confesó el astrónomo avergonzado—, es que estaba mirando hacia las estrellas.
—Ay amigo, tú siempre mirando hacia el cielo, admirando lo que hay más allá de este mundo. Pero nunca notas las cosas bonitas que tenemos en la Tierra —le dijo el campesino—, tal vez deberías apreciar de vez en cuando el suelo por el que pisas, las personas y animales que están cerca de ti. Todo esto es tan valioso como el cielo mismo.
El astrónomo se dio cuenta de que él tenía razón y a partir de entonces, fue más precavido.
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