Hubo una vez una estrella de mar muy hermosa, que despertaba gran admiración en el océano. Su forma perfecta, el rojo intenso de su cuerpo y su apariencia única, hacía que muchos peces, moluscos y corales, la observaran llenos de embeleso.
—Es la estrella de mar más bonita que hay en todas las aguas —decían entre ellos.
Y realmente era cierto, pues nada se podía comparar a aquella criatura tan linda. Sin embargo, para ella eso no era suficiente. Aunque se sabía bonita, por dentro sentía un vacío muy grande, que le hacía envidiar a las estrellas que habitaban en el cielo.
Todas las noches, mientras los demás animales marinos dormían, la pequeña estrella subia hasta la superficie para contemplar, en silencio, aquellos puntos resplandecientes en el firmamento.
Eran como pequeños diamentes incrustados en la bóveda celestial, que la dejaban atónita y triste con su belleza.
—¿Por qué yo no puedo vivir arriba como ellas? —se preguntaba.
Cuanto le habría gustado tener una casa en el cielo, para observar como ella el vasto mundo desde muy lejos y no conformarse con la inmensidad de océano.
—¿Por qué yo no emito tanta luz como lo hacen ellas? —se decía, llena de celos.
Cierto era que el color de su cuerpo era llamativo y muy bonito, pero la estrella lo que de verdad quería, era poder emitir tantos destellos como hacían sus iguales en el cielo.
—¿Por qué yo no soy una estrella celeste? —se repetía, llena de amargura.
Y en cuanto llegaba la mañana, volvía a descender a las profundidades cada vez más deprimida, ignorando las palabras amables y llenas de admiración de los demás. Todo en lo que podía pensar era en que no era tan bonita ni importante como las estrellas del espacio, lamentándose sin cesar.
Y así, su tristeza crecía día con día, consumiéndole e impidiéndole disfrutar de la vida.
Un día se acercó a ella un pez muy curioso, que había estado observándola por buen tiempo. Se había dado cuenta de su tristeza y no se explicaba como una estrella tan bella podía ser tan infeliz.
—¿Qué es lo que te sucede, mi buena amiga? ¿No ves que todos están preocupados por ti? —le dijo.
—Pasa que no soy como las estrellas del cielo y eso me hace sentir muy mal.
—Ya, y nunca vas a ser como ellas, porque tú eres única —le dijo el pez—. Querer ser como alguien es una perdida de tiempo, ¿no te das cuenta de lo preciosa que eres? Tienes una apariencia única en todo el mar y eso es algo que ninguna estrella del firmamento logrará conseguir. Hay millones de ellas, pero solo una como tú.
La estrella de mar se dio cuenta entonces de que él tenía razón: debía comenzar a aceptarse a si misma tal cual era, pues solo así sería feliz.
A partir de ese momento, dejó de pensar en las estrellas del cielo y se regocijó por ser tan especial. Los demás notaron este cambio y la admiraron todavía más.
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