Había una vez un cuervo rapaz que para comer, acostumbraba meterse en las casas de las personas y robar lo que pudiera de sus cocinas. Granos, frutas, pedazos de carne, todo le valía. Hasta el momento, nunca nadie lo había atrapado pero la gente seguía preguntándose como era que su comida desaparecía tan misteriosamente.
El cuervo, lejos de avergonzarse por actuar de esta manera, se sentía orgulloso de su ingenio y habilidad.
—Nadie es más astuto que yo —solía decir al regodearse, convencido de que no había ningún animal que fuera más inteligente que él.
Pero como suele sucederles a los que se confían demasiado, una dura lección estaba a punto de recibir.
Aquel día, el cuervo había divisado unos jugosos pedazos de carne que se asaban en el patio de una casa. Rápidamente voló y arrancó uno de ellos de las brasas, tan pesado, que por poco y pierde el equilibrio pero el botín valía la pena.
Se posó sobre la rama de un árbol admirando la carne, listo para comer.
—¡Que festín me voy a dar hoy!
Pasaba por ahí una zorra que desde hace días no había comido nada. Las tripas le rugían y al sentir el delicioso aroma que desprendía la carne, alzó la cabeza y vio al cuervo que se disponía a devorarla.
—¡Qué pedazo de carne tan grande tienes ahí, amigo cuervo! —le dijo ella— ¿Te vas a comer todo eso tú solo?
—Sí, lárgate y no me molestes —le espetó él, sin intenciones de compartir.
—Ya —dijo la zorra, pensando a toda velocidad en alguna manera de distraerlo y quitarle la comida—. Es una lástima que tenga que irme, con lo que me gusta mirarte. Eres el ave más bella de todas las que hay en el bosque, bien podrías ser el rey de todas.
El cuervo dejó de prestar atención a la carne y la miró con interés.
—Sí, sí, tú te mereces ser el rey de las aves sin lugar a dudas. Mira nada más que elegante estampa, que hermosas proporciones tienes. Y tus plumas, por Dios, son tan brillantes y negras con el ébano. ¡Qué envidia poder tener un plumaje como ese! —siguió diciendo la zorra— No sé que me gusta más: si esas plumas tan hermosas o tu melodiosa voz. Aunque hay quienes dicen por ahí que cantas pésimo, yo estoy segura de que están equivocados… ¿podrías cantar un poco para mí? O será que me he equivocado…
Inflado de vanidad, el cuervo abrió el pico de par en par y liberó unos estruendosos graznidos, con tan mala suerte que soltó la carne y esta fue a parar a los pies de la zorra.
Rápidamente, ella la tomó con su hocico y se escabulló por su madriguera, donde el cuervo nunca podría entrar.
—¡Ay de mí, que tonto he sido! —se lamentó él— Por ser tan vanidoso me han despojado de lo que es mío. Eso me enseñará a no confiar tan fácilmente en quienes me dicen lo que quiero escuchar, sin siquiera ser mis amigos.
¡Sé el primero en comentar!