Esta era una hacienda en la que vivía una viuda entrada en años, que hacía poco tiempo acababa de perder a su marido. Él, que siempre había trabajado muy duro para mantenerla, con esfuerzo había logrado comprar aquella casona en medio del campo y rodearla de todo tipo de comodidades.
Puso a su disposición a dos criadas a las que les dio trabajo. Las muchachas dormían juntas y a diferencia del que había sido su patrón, no eran muy entusiastas de trabajar duramente.
Luego de los funerales del hombre, pensaron que como su esposa se había quedado muy sola y era vieja, no sería tan exigente como su difunto esposo y por fin podrían hacer lo que quisieran.
Pero se equivocaron.
La viuda había tomado la costumbre de despertarse con el canto del gallo, al igual que hacía su marido. Tan pronto como este le cantaba al alba, ella acudía a la habitación de las sirvientas y las hacía salir de la cama.
—Arriba, arriba que hay mucho que hacer —les decía—. Tienen que dar de comer a las aves del corral y luego preparar el desayuno. Después limpiaran la casa completa, cuarto por cuarto y harán la colada con la ropa.
Y las criadas, de muy mala gana, se ponían a hacer todos los deberes sin parar de quejarse ni agradecer por el trabajo que tenían.
—Ya estoy cansada de que esa mujer nos de órdenes todo el día —se quejó una—, ¡odio levantarme al alba!
—Yo también estoy harta, quisiera dormir hasta después de mediodía. Por eso sé exactamente lo que tenemos que hacer.
—¿De qué estás hablando?
—Vamos a matar al gallo. Sin él, la vieja no sabrá a que hora debe levantarse y no se dará cuenta de que dormimos hasta tarde. Tiene tantos años que no debe andar muy bien de la cabeza.
Tomaron al gallo pues y le cortaron el pescuezo, para cocinarlo en un caldo que su ama se comió chupándose los dedos, y sin reparar en que se trataba de su leal ave.
Al día siguiente, sin embargo, se extrañó al no escucharlo. Se asomó al corral y vio que no estaba.
—Debe haberse escapado tras alguna gallina —se dijo.
Y como ya no tenía al gallo para que la despertara, ella misma empezó a levantarse mucho antes de que saliera el sol, pues temía que las muchachas perdieran sus horas de trabajo.
—Arriba, arriba que hay mucho que hacer —les decía—. Tienen que sacudir todas las habitaciones de la casa y dar de comer a los puercos. Luego, quiero que planchen toda la ropa y que pulan la platería.
Y las jóvenes, refunfuñando, tuvieron que acostumbrarse a aquel nuevo horario sin pies ni cabeza. Pues a falta de despertador, la viuda les asignaba más horas de trabajo y las hacía dormir menos. Nunca sabían a que hora de la noche iba a presentarse para hacerlas ocuparse de sus quehaceres y de más.
Les había resultado peor el remedio que el mal.
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