Una mujer vivía en una próspera hacienda gracias al trabajo de su esposo, quien era el terrateniente más rico de la región. Tenía muchas cabezas de ganado, negocios en el pueblo cercano y una casona muy confortable en medio del campo, con montones de sirvientes que le servían a su señora.
Sin embargo, la desgracia tocó a la puerta del matrimonio y un día, mientras el hombre montaba a caballo para supervisar a sus animales, este se encabritó con una serpiente que vio a medio camino, tirándolo al suelo.
El hacendado se golpeó en la cabeza muriendo al instante y sus trabajadores trasladaron el cuerpo hasta su casa, para horror de la ahora viuda.
—¡¿Qué será de mí ahora?! —exclamó, pues ella solo sabía como llevar la casa.
Con el tiempo, la hacienda fue cayendo en decadencia, ya que la mujer no entendía los negocios de su difunto esposo. Gran parte de la fortuna se había ido en pagar el funeral y las deudas que este había contraído.
Los trabajadores le recomendaron ir vendiendo todas las cabezas de ganado para hacer frente con todas estas responsabilidades, y después las aves de corral. Poco después, fueron ellos los que abandonaron a su ama, quien tuvo que recurrir a vender gran parte de los objetos de valor de su casa.
Al final, únicamente le quedaba una pequeña oveja, muy bien provista de lana. La viuda solía cuidarla lo mejor que podía, pues pensaba aprovechar esta lana para venderla en el pueblo y comprar provisiones.
Era su última esperanza.
Como ya no tenía quien se encargara de trasquilar al animal, decidió probar suerte y hacerlo ella misma. Se arremangó su vestido ya bastante viejo y se sentó enfrente del animal para comenzar con la tarea.
Pero he aquí que una vez que lo hizo, la oveja comenzó a quejarse y a llorar. La viuda no sabía lo que estaba haciendo y cada vez que pretendía cortar un poco de su lana, pellizcaba también la tierna carne de la criatura.
—Ama, ¿por qué me maltratas de esta forma, si yo me he quedado contigo hasta el final? —le preguntó— ¿En que te beneficiaría añadir mi sangre a esa lana que quieres vender? Si deseas también mi carne, mejor haz venir al carnicero, que al menos se encargará de matarme sin hacerme sufrir. Pero si lo único que quieres es mi lana, te suplico que vayas por el esquilador al pueblo, quien me esquilará sin lastimarme.
Muy arrepentida, la viuda curó las heridas del animal y, pese a que antes no quería gastar en contratar al esquilador, aceptó que fuera él quien sacara la lana pues tampoco quería perder a su ovejita.
El esquilador vino y removió toda la lana del animal con delicadeza, ante el asombro de la mujer.
A partir de entonces decidió que no volvería a hacer nada para lo que no estuviera preparada, por más necesidad que tuviera. Pues era preferible hacer un trabajo bien hecho, que ganar rápidamente unos cuantos centavos.
¡Sé el primero en comentar!