Pasé mi infancia en un pueblo chico, de esos donde se conocen entre todos y cualquier lugar queda cerca. Cuando tuve edad para comenzar la primaria, me indicaron el camino y junto a mi vecino Federico recorrimos el trayecto que nos llevaba desde nuestra calle hasta la Escuela Domingo Faustino Sarmiento, a unas cuadras de la Plaza San Martín. Fue en uno de esos primeros recorridos la primera vez que lo vi: justo frente al kiosco de diarios había un señor hablando solo, casi a los gritos y mirando hacia el cielo, sin nadie alrededor. Recuerdo haber apurado el paso y seguir caminando rápido, en un intento que no me vea y haciendo como que no estaba. Pero al otro día la escena se repitió, casi idéntica: en la misma esquina estaba el señor a los gritos, definitivamente solo, profiriendo insultos y -al parecer- muy enojado. En un rapto de valentía, lo mire mejor y noté un detalle que no habìa advertido: en la mano tenía una radio pequeña, de esas que antiguamente se escuchaban para seguir los partidos durante los domingos. Y en realidad no le hablaba al vacío: le hablaba a ella! Habiendo vencido el temor inicial, me atreví a preguntarle a Fede si él también lo había notado. La respuesta me sorprendió: “Como, no lo conocés? Ese es El Loco de la Radio!”.
Cuando regresé a casa, acribillé a mis viejos con preguntas: Sabían del loco de la radio? Porque hablaba solo? Como no me habían contado antes? Podíamos ir a conocerlo?
Mi viejo tomó la posta y me entregó las ansiadas respuestas. Me contó que de joven, Don Javier (el verdadero nombre del Loco) había sido el mejor arquero del pueblo: atajaba para el club del equipo ferroviario, el mismo que se había formado con la llegada del tren y que muchos años después llegaría a jugar una temporada en el torneo nacional Metropolitano. Javier era de origen muy humilde, su familia había depositado en él una cuota de esperanza para que “lo fichen de algún club grande” y puedan salir de la pobreza.
Siendo hijo de ferroviarios, mi viejo recordaba haberlo visto jugar algún fin de semana, dando fe de su asombrosa destreza y habilidad en el arco. El tipo era tan bueno, que sus logros habían llegado a oídos de dirigentes de los equipos de otros pueblos.
Y el día llegó: un grupo de reclutadores vendría al pueblo para organizar un partido en busca de nuevos talentos, “comprarles el pase” y así poder llevarlos a otros clubes de mayor envergadura. Sabiendo que era su gran oportunidad, Javier se preparó para deslumbrar a la audiencia. Pero la fortuna no ayudó: por esos azares del destino, el día del partido tuvo un desempeño pobrísimo, los cazatalentos se fueron con las manos vacías y la oportunidad de Javier se esfumó. Esa fue su primera muerte.
A partir de ahí todo fue en picada: habiendose pinchado la promesa de ser la próxima revelación del fútbol nacional y sabiendo que no podía progresar en esa carrera, Javier decidió no poner más empeño en nada: dejó la escuela secundaria y -aunque siguió jugando en el club- a partir de entonces sería solamente el arquero mediocre de un club de pueblo.
El infortunio no terminaría ahí. Una tarde de domingo, después de unos días de lluvia, estaba terminando un campeonato, con Javier defendiendo la portería a desgano. Tras una jugada del club visitante, un delantero remata al arco con trágicas consecuencias: el arquero se vuela hacia un lado y golpea fuertemente la cabeza contra uno de los postes laterales, quedando inconsciente. El partido se suspendió y tuvieron que llamar a los médicos. El portero permaneció dormido casi una semana. Esa fue su segunda muerte.
Ni bien despertó, Javier comenzó a contar frenéticamente todo lo que le había pasado, y al parecer en un momento se dio cuenta que -aunque lo intentaba- no podía dejar de hablar! Hablaba y hablaba sin parar, como una verdadera radio humana, parando de ratos para comer o para dormir. Los médicos locales le diagnosticaron “locura” (no había especialistas en el pueblo) y le recomendaron hablarle a alguien o a algo, que le permita encauzar tamaña verborragia. Alguien le aconsejó acompañarse de una radio, con la esperanza de que la música aplaque el sonido de la voz, pero no existía aparato que soporte la autonomía un cuerpo humano. Con el paso del tiempo se quedó solo con la radio, que usaba como musa particular para sus infinitos discursos, dando origen a su célebre apodo.
“Y así llegamos hasta nuestros días”, concluyó mi viejo, “ya sabés toda la historia del Loco, no es necesario que averigües más”. No podía estar más equivocado.
Desde ese entonces, intenté acercarme lo más que podía, siempre frente al kiosco de diarios, para conocerlo mejor.
Alguna vez se imaginaron cómo sería tener poderes telepáticos para poder “escuchar” los pensamientos de otra persona? Estar cerca de Don Javier era lo más parecido a eso: su extraña condición lo impulsaba a hablar de forma constante, con lo cual se quedaba sin palabras conscientes y eran sus propios pensamientos los que se terminaban transformando en habla. Sus monólogos iban desde reflexiones sobre el clima, la gastronomía o el político de turno, pasando por insultos hacia algún personaje de su vida, muchos comentarios subidos de tono (si pasaba alguna señorita) hasta simples desvaríos sin sentido.
Cuando me hice más grande, pude seguirlo a lugares que me eran velados siendo un niño. En ese plan, me acostumbré a hacer una parada obligada en el bar donde El Loco era habitué, siendo el centro de conversación de los parroquianos (a veces sin quererlo), que alegremente escuchábamos sus aventuras.
Don Javier ya estaba grande, y destinaba casi todas sus palabras / pensamientos al tema que más le apasionaba: el fútbol. Indefectiblemente, sus monólogos giraban alrededor de lo mismo: sus días de gloria como arquero, la oportunidad perdida y el fatídico accidente, en un ciclo infinito que parecía no tener fin.
Un tiempo después, la vida me llevó por otros rumbos y dejé el pueblo en busca de progreso. Aunque nunca olvidé la historia del loco y su radio.
Hace algunos años, visitando a mi familia, mi viejo me trajo un recorte del diario, de la sección de obituarios, donde se podía leer claramente: “Al Loco De La Radio: tus amigos ruegan que hayas podido encontrar el silencio que tanto añorabas”. Y ahí comprobé que Don Javier había muerto, por tercera (y última?) vez.
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