Este era un chico cuyo padre tenía una inmensa colección de muñecos, todos ellos hechos a mano por él mismo, desde sus caritas expresivas hasta las finas ropas que los cubrían y sus cabellos morenos, rubios, castaños o pelirrojos. Era su vitrina un oasis enorme con personitas de todos los tamaños y colores.
El hombre era un artista que se dedicaba tanto a la elaboración de juguetes como al ventrilocuismo, infravalorada profesión que tanta diversión les ha procurado a chicos y grandes.
Siempre que aquel niño veía a su padre actuar sobre el escenario, con algún muñeco en sus rodillas y voces diferentes que brotaban de entre sus labios, se imaginaba el día en el que seguiría sus pasos, improvisando sus propias historias ante un publico ávido de olvidar los problemas cotidianos.
Y le pertenecería por fin aquella vasta colección de rostros infantiles, hechos de porcelana y tan parecidos a los niños de verdad.
El tiempo pasó y como nada en esta vida es eterno, el buen hombre, el hacedor de muñecos murió, legando en su testamento cada uno de sus bienes a su hijo, que ahora era un individuo responsable y maduro.
Si bien le pesó despedirse de su padre, algo en su interior se consoló pensando que por fin podría tocar su bien más preciado, al que jamás le había dejado acercarse en vida: esos muñequitos que eran como unos hijos más para él.
El testamento que le entregó el abogado contenía sin embargo, una nota, referente al más bonito y famoso de todos aquellos títeres.
«Este muñeco ha de ser quemado».
No lo comprendió. Se trataba de la marioneta a la que más había querido su padre en vida, la mejor de todas y ahora, simplemente le ordenaba deshacerse de ella. ¿Por qué?
No hizo caso de aquella claúsula.
Se divirtió como un niño, jugando con los muñecos de uno en uno y en especial con aquel. Los días pasaron y comenzó a notar cosas extrañas.
En casa, las cosas desaparecían de repente. A veces aparecían en sitios diferentes y otras, nunca las volvía a encontrar. Dejaba a las marionetas en una posición y despertaban en otra. Su favorita parecía cambiar de lugar constantemente.
Una noche, se despertó debido al sonido de la mecedora que se encontraba en su habitación. Había puesto allí al muñeco y el mueble estaba balanceándose lentamente
Pero el títere no estaba allí.
Inmediatamente sintió una opresión en el pecho y en la oscuridad, algo trepó a la cama, manteniéndolo inmovilizado. Su terror creció cuando escuchó una voz, maligna y susurrante, que le hablaba al oído.
—Debiste haberme quemado cuando tuviste oportunidad, como decía aquel condenado testamento —le dijo el títere—. Ahora voy a acabar con tu vida, ¡igual que acabé con la de tu padre!
A la mañana siguiente, el hijo del ventrílocuo fue hallado muerto en su dormitorio. Tenía una expresión de pánico en el rostro, pero dijeron que había fallecido de un infarto al corazón.
El muñeco estaba sentado en su mecedora.
¡Sé el primero en comentar!