Esta es la historia de un hombre que juró consagrar su vida a Dios y al cual por ceder a la tentación, una noche le sucedió lo más horrible.
El padre Almeida era cura en uno de los pueblecitos más típicos de Ecuador, hace bastantes años. Siempre daba sus sermones a tiempo y a los feligreses ofrecía un buen consejo cuando necesitaban ayuda. No obstante era bien sabido que el pobre tenía un grave problema: se daba demasiado a la bebida. Y aunque él mismo se decía que no era para tanto, que todos podían darse un gusto de vez en cuando, en su caso el licor le estaba afectando demasiado.
Almeida tenía una manera muy peculiar de escaparse de la iglesia para ir a la taberna por su aguardiente. Primero subía a la torre más alta del templo, ahí se paraba sobre una figura de Cristo crucificado para alcanzar la ventana y entonces, se colgaba de ahí y saltaba hasta el suelo.
Él sabía en el fondo, que lo que hacía no solo era terrible para sí mismo, sino un pecado contra el propio Jesús. Más no podía evitar comportarse como un bribón cuando la sed se apoderaba de él.
Una de aquellas noches, el padre Almeida estaba a punto de salir por el ventanal, con un pie apoyado sobre el hombro del Cristo, cuando escuchó una voz extraña que le hablaba a sus espaldas.
—¿Cuándo será la última vez que hagas esto, padre Almeida?
El sacerdote miró un poco del encima del hombro y vio ante él, a un hombre desconocido, vestido de manera impecable pero enfermizamente pálido. Sus ojos, negros y apagados, parecían los de un muerto.
Creyendo que su imaginación le estaba jugando en contra, le quitó importancia y le respondió:
—Hasta que me den ganas de beber otro trago.
Y saltó por la ventana.
Esa noche la pasó muy bien en la taberna, como de costumbre. Cantó con los parroquianos, bebió hasta hartarse y hasta les dio la indulgencia por algunos pecados, de los que no se acordaría a la mañana siguiente.
De madrugada salió del tugurio, tambaleándose por lo bebido que estaba. Iba dando tumbos por la calle y balbuceando, cuando de pronto, se dio de bruces contra un par de hombres que transportaban un pesado ataúd. Este cayó al suelo con tal brusquedad, que la tapa se abrió y el cuerpo que iba dentro rodó por la calle, quedando boca arriba.
Almeida, atontado, se levantó y miró a los desconocidos con vergüenza.
—Ustedes disculpen… —se interrumpió e hizo una mueca de horror al fijarse en el cadáver que iba en el féretro.
¡Era el mismo que le había hablado antes de salir de la iglesia! El cura se quedó tan espantado, que la borrachera se le quitó al instante.
Desde ese día, se hizo el propósito de no volver a tomar en su vida, delante del Cristo crucificado de la parroquia. Dicen que en su rostro se dibujó una sonrisa, pues sabía que su oveja descarriada estaba de vuelta en el rebaño.
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