Don Roberto era uno de los hombres más acaudalados de la ciudad de Guayaquil, hace varios años, quizá quince o veinte. Pese a su buena posición económica, el pobre no había podido hacer nada por salvar a su padre, que hacía mucho que padecía del corazón y sentía que estaba muriéndose. Con gran dolor, la familia veló al anciano y tal como había sido su última voluntad, lo hicieron enterrar con el costoso anillo de oro que siempre había llevado en vida.
Fue por eso que días después, se quedó estupefacto al pasar por una casa de empeños y ver que la misma joya se encontraba expuesta en el escaparate, como si nunca la hubieran puesto en la tumba.
—No puede ser —murmuró Roberto, ingresando de inmediato para asegurarse de lo que sus ojos veían.
El anillo era de oro puro y llevaba grabadas las iniciales de su padre. No cabía duda, era el mismo.
Pálido, salió de la tienda ignorando al vendedor que se lo había mostrado minutos antes. Se sentía enojado y confundido.
Poco tiempo después doña Adriana, otra mujer de la clase alta, se llevó un susto similar tras haberse enfrentado a la muerte repentina de su hija. La pobre muchacha había fallecido en un accidente, pocos días antes de su vida, dejando a sus seres queridos destrozados. Por eso la habían enterrado con el vestido de novia que tanto había querido usar para ese momento esperado. Una prenda fina, llena de encajes franceses y por la que habían pagado una pequeña fortuna.
Apenas un par de días después del entierro, doña Adriana pasó por otro local del centro, cerca de la casa de empeños y palideció. El vestido de su hija se hallaba a la venta. No le cabía ninguna duda de que se trataba del mismo.
Durante los meses sucesivos, varios miembros de la clase acaudalada de Guayaquil se llevaron desagradables sorpresas, al corroborar que las pertenencias con las que habían enterrado a sus difuntos, aparecían inexplicablemente en las tiendas del centro, a la venta y para colmo, malbaratadas. Tenía que haber una explicación para tan macabras coincidencias.
¿Es qué los muertos se habían levantado de su tumba? ¿O alguien se había atrevido a interrumpir su descanso?
Rápidamente, las demandas contra el cementerio se acumularon hasta que a las autoridades no les quedó más remedio que investigar. Y entonces, una noche lúgubre dieron con el culpable: se trataba de un hombre sin escrúpulos, de apariencia siniestra, que aprovechaba la oscuridad para desenterrar a los difuntos y profanar sus tumbas. Obviamente, solo lo hacía con las más caras y lujosas. Los objetos como joyas, relojes y prendas que sustraía, los vendía a los comerciantes del centro para que pudieran rematarlas en sus tiendas, sin que sospecharan del oscuro origen de aquellas mercancías. O quizá, preferían hacerse de la vista gorda.
El come muerto, como bautizaron los medios a aquel individuo, fue debidamente arrestado y encarcelado.
Este cuento de terror está basado en «El come muerto», una conocida leyenda ecuatoriana de terror.
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