Hace muchos años en Japón, en una época muy antigua y llena de esplendor, existió un joven samurái que era muy diestro en su arte. Desde pequeño se había entrenado para hacer un buen uso de las armas, a tal grado que podía decir que conocía todas y cada una de las técnicas necesarias para vencer a sus enemigos.
Él se había hecho de una gran reputación en la región donde vivía, pues era muy fiero y muy arrojado. Lo que más le causaba placer era matar a sus enemigos, pues creía que solo así sería respetado por los demás.
Por eso, siempre buscaba excusas para pelear a la más mínima afrenta y todos lo tenían miedo. Nadie se atrevía a meterse con él.
Un día, el sumurái escuchó hablar acerca de un tal maestro Wei, el cual era muy admirado en los alrededores por su sabiduría en las artes marciales. De él se decía que había entrenado a los mejores samuráis del mundo y que había ganado incontables batallas.
Esto le sorprendió muchísimo. Al ver a unos cuantos aldeanos que se dirigían a ver al maestro, detuvo a uno de ellos:
—Oye tú, ¿quién es ese tal maestro Wei del que todos hablan?
El hombre, temblando de miedo, le respondió:
—¿Cómo es posible que no le conozcas, noble guerrero? Él alguna vez fue un samurái muy afamado, ahora mismo vamos a escucharle.
El samurái, intrigado por estas palabras, decidió seguirlos. Al llegar al lugar donde se hospedaba el maestro Wei, vio que este era un hombre anciano y de muy poca estatura, lo que le despertó gran antipatía por él.
—En esta vida —decía Wei—, hay distintas armas diseñadas para lastimar a los hombres. Sin embargo para mí, ninguna es más poderosa que las palabras.
—Solo un viejo tan idiota como tú podría afirmar algo así —lo interrumpió el samurái y a continuación, desenvainó su katana—, ¡esta sí que es un arma poderosa! ¿Te atreverías a negarlo?
—Bien, es comprensible que pienses eso —dijo Wei sin inmutarse—, a leguas se nota que eres un hombre sin ninguna educación, bruto, ignorante y un completo estúpido.
El samurái se sintió aun más molesto y avergonzado.
—Hasta aquí llegó tu vida, anciano insolente —dijo, preparándose para atravesarlo con su espada.
—Por favor, perdóname gran señor —dijo Wei—, solo soy un viejo al que la edad lo ha hecho perder su lucidez. Ya ves, estoy loco. ¿Podría un gran guerrero como tú perdonar el agravio de un hombre tonto y acabado como yo?
El samurái, sorprendido por su humildad, se detuvo en seco.
—Pues por supuesto, buen maestro Wei, acepto tus disculpas.
En ese instante, Wei lo miró a los ojos y sonriendo con serenidad dijo:
—Ahora dime mi buen amigo, ¿tienen o no tienen poder las palabras?
Aquel día, aquel samurái arrogante había aprendido una gran lección. No importaba cuan fuerte o hábil fuera en la batalla. Un simple comentario podía destruir o enaltecer a cualquier persona, si sabía utilizarse con inteligencia.
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