Cuando salí de la secundaria, decidí tomar un trabajo como repartidor de pizzas para ayudar a pagarme la matrícula de la universidad. No mentiré, me tomó un gran esfuerzo soportar aquel empleo no solo por la mala paga, sino también por lo exhausto que terminaba luego de conducir en mi moto a diferentes sitios de la ciudad.
Sin embargo, no fueron aquellas cosas las que finalmente me hicieron decidir renunciar para buscar una cosa mejor.
Nunca voy a olvidar aquel día en el que dentro de la pizzería, recibimos una inquietante llamada. Yo estaba a punto de terminar con mi turno y como era ya muy tarde, era prácticamente el único repartidor que permanecía en el establecimiento.
Con desgana, descolgué el teléfono y contesté. Del otro lado de la línea, una voz muy rara me habló. Parecía un hombre que intentaba imitar un tono muy agudo, como si estuviera jugando o haciendo una broma.
—Quisiera ordenar una pizza de peperonni —me dijo.
Maldiciendo para mis adentros y esperando que aquello no fuera una jugarreta, decidí obedecer a mi jefe y entregar la orden, pues me dijo que después de eso podía marcharme directamente a casa.
Tomé la comida y me subí en la moto, con destino a un domicilio que quedaba a las afueras de la ciudad. Estaba oscureciendo pero aun así, al llegar, pude notar que se trataba de una vivienda en deplorables condiciones. El jardín estaba lleno de maleza y hierbas, las ventanas estaban obstruidas por gruesas cortinas y los muros de madera se veían algo carcomidos en la fachada.
Parecía como si en realidad nadie hubiera habitado allí por años.
Dudando, me acerqué a tocar la puerta y como nadie me respondió, me atreví a gritar.
—¿Hola? ¡Traigo la pizza que ordenó!
Escuché una risita desagradable y tuve la intuición de que algo no andaba bien ahí.
Al mirar hacia arriba, mi corazón se detuvo al ver a una silueta que corría un poco la cortina y se asomaba para mirarme. No pude distinguir bien su rostro pero al instante, la misma voz fingida que me había hablado por teléfono se dejó oír.
—Entra. Sube a darme la pizza.
—Lo siento, no me permiten entrar en las casas —dije, asustado—, ¿puede bajar por ella?
Como el extraño insistiera en que entrara, decidí dejar la pizza en el pórtico e irme de ahí, ya convencido de que era peligroso entrar. En cuanto hice eso, escuché como la persona que estaba adentro bajaba corriendo por las escaleras y presa del pánico, eché a correr hasta la moto y arranqué a toda velocidad, sin mirar atrás.
Lo último que escuché, fue la puerta abriéndose con violencia y una risa aguda y frenética, que solo un demente podría haber emitido.
Tan pronto como llegué a la ciudad, hablé con la policía y unos oficiales decidieron investigar el lugar. Su respuesta no me dejó tranquilo: habían entrado en la casa sin encontrar a nadie. La propiedad había estado abandonada desde siempre.
Días después renuncié a mi trabajo.
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