Cuentan que en los llanos venezolanos habitaba un hombre llamado Juan Francisco Ortiz, poderoso hacendado que poseía numerosas tierras en la Macarena. Este señor, a pesar de poseer todo lo que una persona de su posición pudiese desear, tenía una ambición sin límites y nada de lo que acumulaba le bastaba. Quería convertirse en el ser más importante de la región.
Debido a las malas decisiones y a su impaciencia por poseer más dinero, la desgracia todo a su puerta y los negocios comenzaron a ir mal. Pero una noche, Juan decidió hacer un pacto con el diablo: él le entregaría las almas inocentes de su mujer y de sus hijos, si a cambio le concedía el poder y las influencias que tanto ansiaba.
El Maligno aceptó.
Le ordenó a Juan que para completar el acuerdo, debía buscar un sapo y una gallina, a los que les cosería los ojos para enterrarlos vivos durante la noche de San Juan a media noche. Una vez completado este ritual, tendría que invocar al alma y al corazón, y su suerte cambiaría.
El avaricioso Juan hizo lo que el diablo le ordenaba y después de las celebraciones de San Juan, inexplicablemente sus negocios empezaron a prosperar. En cuestión de meses acumuló tanto dinero y tantas tierras, que se volvió el hombre más respetado y arrogante de la región. Una mañana, al salir de su casa, se dio cuenta de que un enorme toro negro se encontraba merodeando por los alrededores.
«Será de alguno de los vecinos» pensó, sin darle importancia y se marchó como siempre a trabajar.
Cuando regresó a su hacienda, se enteró de que aquel toro siniestro andaba causando estragos entre sus animales y trató de echarlo de su territorio, colocando una calla alrededor de sus tierras. No obstante, nada sirvió para impedirle el paso.
Días más tarde, Juan fue despertado por un horrible mugido y al asomarse por la ventana, se percató de que el toro continuaba allí, mirándolo fijamente. No tardaría en averiguar que las cabezas de su ganado habían aumentado considerablemente, así como el dinero que guardaba en su vivienda. Así las cosas continuaron por largos años, en los cuales su alma se iba consumiendo por el remordimiento.
Juan había llegado a ser tan rico y poderoso como deseaba, pero para mantener su fortuna había cometido muchos actos impuros, empezando por aquel pacto que lo condenaba por la eternidad.
Arrepentido y abandonado por su familia, el hacendado decidió enterrar sus riquezas en los llanos y huir del toro que rondaba sus tierras, el cual no era otro que el demonio mismo, esperando el momento para quedarse con su alma. Por su cobardía fue condenado a vagar para siempre como alma en pena, dándose a conocer como Juan Machete.
Dicen que aún hoy se lo puede encontrar deambulando por ahí, vomitando fuego y amenazando con la muerte a todos los intrusos que desean desenterrar su oro.
Así será hasta el día en que se decida a entregar su alma.
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