Historias de Drama Obras de Teatro

LA LEY Y LA CINTA DE MOEBIUS

La juez dictó la sentencia que me llevaría a la cárcel sin inmutarse.

Tuve la sentencia tintineando en mis oídos durante toda la noche, como si una cucharilla sonara repetidamente contra el vidrio de un vaso mugriento.
Celebrado en el  procedimiento abreviado de esta acusación, esta magistratura condena ala acusada María Virginia Bonet y Cáceres de profesión abogada, como autora responsable del delito de estafa”.

Me habían tendido una trampa. No podía quejarme, en el pasado había engañado a otros de la misma manera. Yo también había circulado por la cinta de Moebius de la justicia: un camino interminable que no lleva a ninguna parte.

Leí de arriba abajo cientos de veces los antecedentes y los fundamentos del fallo: era impecable.

El mío era un caso clásico y aburrido de señor empresario que acumula dinero negro en las Caimán gracias a las estratagemas de una abogada codiciosa que al final,paga los platos rotos. Fui imprudente.

Les resultó relativamente fácil llegar a un acuerdo con el fiscal y hacerme cargar con el muerto. Debí haberme gastado todas mis reservas comprando al fiscal, pero no llegamos a un acuerdo y el muy desgraciado cerró trato con el empresario.

En época de elecciones, les venía de perlas un escandalete en los juzgados de primera instancia.

Así fui a parar al calabozo donde antes yo enviaba a otros.

Dentro de la cárcel, yo valía lo mismo que un billete cortado por la mitad.
Si me hubiese defendido Eduard García, en lugar de Miguel, mi socio, ahora estaría riéndome. Le decían “el lince” y con razón. Tenía sus debilidades, pero era el mejor.
Con Eduard nos unían años de flirteos, encuentros y distanciamientos. Erróneamente yo no quise mezclarlo en el asunto. Me daba vergüenza.

La última vez que nos vimos fue en el del Náutico de Barcelona. Bajo el sol de mayo, escudado en su tercer gin tonic me dijo que su  mujer estaba embarazada.

Me fui del club temblando de furia. Éramos amantes, adultos e independientes, pero eso, era traición.

Cuando el policía me ayudó a bajar del coche frente a la prisión, maldije a todos: al inepto de Miguel, a la víbora del fiscal, a mi maldito orgullo y a María Santísima.

El guardia firmó los papeles y me condujo a la sala donde me quitaron mis atributos humanos: el traje chaqueta negro, mis Manolos, mi bolso, mi pulsera de oro blanco y mi Cartier. No era un capricho aparecer así vestida el día de mi reclusión, quería entrar a la cárcel sin que faltara uno solo de los atributos que hacían de mí una persona.

Luisa, la guardia cárcel con la que tantas veces conversé en los pasillos cuando visitaba a mis clientas, me recibió con una sonrisa burlona.

-Ya verás doctora, en segunda instancia tendrás tu oportunidad – me decía mientras requisaba mis pertenencias antes de entrar.

A lo largo de los años había aprendido a jugar. Era inmensa como una elefanta, se movía lentamente y su voz era extrañamente aniñada. Ella misma confeccionaba su uniforme. Le gustaba coser y además, nunca hubiesen encontrado una talla para ella.

-Sí, Luisa, seguro, pero mientras tanto, tendré que ocuparme de sobrevivir en éste pozo – respondí escondiendo la magnitud de mi preocupación.

-Doctora, yo en tu lugar pediría una celda protegida, Candy y Gladys se han hecho fuertes en estos años – dijo la mujer en tono benefactor y bajando la voz, mientras me ayudaba a quitarme mi lencería Balenciaga.
Dentro me esperaban dos viejas amigas: Candy Tenzano y Gladys Madariaga. Años antes las habían encerrado por homicidio en primer grado. Juntas habían planeado el asesinato del marido de Candy. El juicio hizo las delicias de la prensa. Yo era la abogada de la acusación particular y gané popularidad al conseguir una pena máxima para las dos.

Me hicieron saber que si volvíamos a encontrarnos, yo no saldría viva de la reunión.

Luisa me dio un mono gris de mi talla y guardó en una caja todo lo que hacía de mí una persona libre.

-Pagando un poco, podrás conseguir seguridad extra –continuó Luisa, sinceramente preocupada por mí

-No es mala idea – dije.

La puerta de acero sólido se abrió lentamente delante de mí, revelándome un universo recién nacido para mis ojos. Miles de veces crucé el umbral con secreto desprecio hacia las pobres diablas que me veían pasar con mi portafolio de piel y mis uñas cuidadas.Cada vez que me tocaba visitar a mis clientes allí, me sentía inquieta y apenas terminaba mis entrevistas, por poco salía corriendo a darme una ducha. Una vez creí percibir el olor a muerte y desesperanza impregnándose en mi piel.

Todos los guardias me saludaron, algunos comentaban groserías. Otros remarcaban frases como “ahora le toca a ella” o algo así. No les hice caso.
Luisa me llevó hasta la celda provisional y allí me quedé,al lado de una rechoncha veterana que se presentó como Lidys y me relató su situación en pocas palabras: cumplía una sentencia de muchísimos años, por el asesinato de toda su familia.

-¿Usted es la abogada estafadora, verdad? – dijo sin ningún tacto.

-Así parece – contesté.

-Yo estoy aquí porque no tuve la suerte de tener a una abogada como usted.

-Gracias.

-Tampoco usted tuvo suerte con sus abogados por lo que veo– agregó.

-Son cosas que pasan – intenté disimular. Respirando suavemente, me dije que no había llegado a tener mi bufete propio peleándome con la primera estúpida que se ponía pesada. Me centré en lo que me interesaba: la información.

-¿Qué tal la vida por aquí? – pregunté.

-No tan mal, hay programas de estudio, se pueden conseguir pastillas sin problemas y la comida es pasable. Hay que andar con cuidado en las duchas. Sobretodo usted, porque Candy y Gladys son las jefas de todo.

-Vaya, se ve que son populares.

-Son dos hijas de puta. Se acuestan con el guardia de la noche y son las informantes oficiales del director por la mañana. Usted las encerró y sabrá que no tienen nada que perder.

Esa noche dormí ente las sábanas grises de una celda gris.Me juré no llorar, pero fue inútil. Las lágrimas caían por su propio impulso como una lluvia oscura sobre mi mundo gris.

Al otro día Luisa me acompañó a zona de teléfonos para hablar con Miguel, mi socio y abogado. Mis gritos se escucharon por todo el correccional. El muy rastrero estaba considerando la posibilidad de aceptar una oferta más ventajosa para él por parte de la parte contraria. Debí haber sospechado sus intenciones. No quería un fracaso rotundo, se conformaba con salir mas o menos bien, dejándome como la única responsable de la estafa.

Luisa tuvo que ayudarme a volver a mi celda, estaba descompuesta de rabia.

Cuando entré, vi un sobre negro sobre mi cama que decía “Para María Virginia Bonet, Q.E.P.D.”

Yo había visto ese tipo de mensajes anteriormente. Eran la señal de que tu vida salía a subasta. Alguien en la cárcel quería matarte y los candidatos hacían su oferta.

Pregunté a Luisa cuánto me costaba una llamada telefónica más. Le dije que le pagaría en cuanto llegara mi nuevo abogado. Al rato tenía el móvil en mis manos. Apreté el auricular con fuerza.

Es hora de tragarte el orgullo – me dije y llame a Eduard García.

-Hola soy yo, desde la cárcel. Unos segundos de silencio me indicaron que Eduard estaba atónito.

-¿Por qué no me llamaste antes?- contestó.  

-No empecemos, Eduard. Me han enganchado y te necesito-dije sin poder esconder mi preocupación.

-Ya voy para allá.

Con ciertas interrupciones Eduard y yo habíamos sido amantes durante 10 años. De joven siempre se vestía de traje, corbata y rubia colgada del brazo. Recuerdo el día en que nos conocimos.

Fue en un juicio. Acostumbrado a tener a las chicas babeando tras él, no asimiló fácilmente mi carácter. Sobre todo porque yo era la abogada de la otra parte y le gané. El juez falló a nuestro favor porque las pruebas que demostraban la culpabilidad de mi defendido habían desaparecido misteriosamente.

Eduard salió de la sala ofuscado, gritando que recurriría la sentencia y me denunciaría por cohecho. A la tarde, decidió hacerme una visita a mi propia oficina.

-¡Usted no tiene escrúpulos!– dijo entrando sin anunciarse. Vestía traje gris perla, camisa blanca y una atrevida corbata roja.

-¿A qué se refiere? – dije, según él, con tono burlón.

-¡Usted sobornó a la policía para que hiciera desparecer las pruebas que inculpan a su cliente! – gritó señalándome con su índice amenazador. El aroma de su aftershave – muy caro- era encantador.

-Y usted los sobornó para que sembraran esas mismas pruebas en contra de mi cliente. Hice lo mismo que usted, pero mejor. ¡Les pagué más!- dije acomodándome en el sillón.

Eduard quedó sin palabras. Se recompuso en segundos y me demostró que era tan inteligente como yo esperaba: llegamos a un acuerdo conveniente para ambos. Acordamos no pasar a una segunda instancia y fuimos a cenar frente al mar.

A partir de ese momento Eduard comenzó a flirtear conmigo y yo con él. Cada vez que coincidíamos en los tribunales terminábamos haciendo el amor en cualquier lugar hasta las tantas. Llegamos a un nivel de complicidad que daba que hablar. A veces, incluso éramos amigos.

Una noche bebimos de más y nos confesamos que en alguna oportunidad se nos había cruzado por la cabeza un futuro juntos, pero por suerte, al otro día ninguno delos dos se acordaba de nada.

Eduard es un hombre al que se le da mejor el papel de amante que el de marido.

Llegó a la media hora. Estaba radiante en su papel de hidalgo salvador.

-Bueno, cariño ya he realizado las llamadas de rigor, sólo falta reunir las pruebas reales, las ficticias ya están listas. Presentaré un recurso de amparo y dentro de nada te trasladarán a otro sitio.

-Tengo miedo, me han dejado la esquela negra – dije mostrándole la carta.

-No te preocupes, me quedaré contigo si es necesario- se acercó para rodearme con sus brazos. Le dejé hacer. No tenía fuerzas para delimitar claramente mis fronteras.

-Hay que ver cómo te gusta actuar de macho protector – le lancé. Me encantaba pincharle.

-Aprovecho ahora que estás amenazada de muerte…- bromeó.

Eduard se fue a gestionar mi traslado con las autoridades de la prisión y me dejó al cuidado de Luisa, previo pago de la cantidad correspondiente. Luisa debía quedarse conmigo todo el tiempo, sin embargo, a los quince minutos, un guardia se asomó a mi celda.

Tu madre ha tenido otro ataque- le dijo. Luisa vivía con su madre, otra voluminosa elefanta que sufría del corazón. La hija elefanta me miró sollozando y lentamente se marchó.

-Mierda, estoy muerta- pensé para mis adentros. No podía hacer nada, si gritaba o entraba en pánico, era peor.

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Una mujer se acercó a mi celda con un cigarrillo encendido en la mano.

-¿María Virginia? – preguntó.

-Escuche, puedo pagarle mucho dinero – susurré con mi mejor tono negociador.

-Ni lo intente. Odio a los abogados – me dijo mirándome con unos ojos amarillos que nunca olvidaré.

La mujer arrojó el cigarrillo sobre la manta que cubría mi cama. Tan pronto como la brasa tocó la fibra, vi como una porción del infierno se levantaba ante mis ojos. Un cuadro inmenso de ocres y amarillos asesinos se apoderó del camastro.

Me arrojé encima el agua que encontré y me estiré boca abajo contra la pared opuesta al incendio.

No tengo la suerte de creer en Dios, así que me encomendé al destino. Para mi sorpresa, no sentía miedo, sino cansancio. Si tenía que morir, era mejor que todo pasara rápido. Evoqué a mi madre y el olor a pan que siempre había en su cocina. La imagen de Eduard sonriente fue lo último que recuerdo y los gritos que cada vez se hacían más leves.

Eduard y Luisa llegaron casi al mismo tiempo, todos corrían entre gritos.

Las reclusas seguían las escenas al ritmo de los golpes contra los barrotes de las celdas, como un ritual en el que yo era el animal sacrificial.

Me sacaron casi asfixiada. Mi segundo hogar en mis vacaciones en la Cárcel de Mujeres, fue la enfermería.

Eduard movió todas sus influencias y consiguió protección externa para mí todo el tiempo. Debió costar una fortuna. 

Pasaron dos meses antes de la vista para recurrir la sentencia. Aunque Luisa y Eduard estaban todo el tiempo que podían a mi lado, hubo momentos en que creí enloquecer. Cuando tu vida sale a subasta en la cárcel, todos pueden participar del safari en donde la presa eres tú. No hay lugar donde esconderse. No hay modo de escapar. Tienes que estar en tu celda bajo vigilancia permanente. No hay futuro.

Eduard venia cada día y se quedaba todas las horas que podía. Un intrincado juego de sobornos y favores consiguió mantenerme con vida.
Pero una semana antes de la vista, todo se volvió negro.

Era domingo y yo estaba tan abrumada y deprimida que le pedí a Luisa salir unos minutos al patio para ver el sol. No estuve más de diez minutos fuera, pero cuando volví a mi celda quedé petrificada: las paredes, la manta de mi camastro, la mesa y cada pobre objeto que poseía estaban marcados con una X negra. La X de la ejecución inminente.

Ya no había escapatoria. El precio de mi cabeza había subido tanto, que cualquiera podía ser mi ejecutor. Inclusive el personal de guardia.

Rompí a llorar sin reservas, estaba harta de arañar cada día mi pertenencia al mundo de los vivos. Hasta Luisa se llevó la mano a la boca cuando vio mi celda. Ella misma llamó a Eduard. 

En veinte años, Eduard jamás había dejado inconclusa una partida de golf. Ésta vez, ante la mirada incrédula de sus ocasionales compañeros, se subió al coche y literalmente, voló hacia la casa del director de la cárcel.

Apareció por mi celda con la actitud de un león dispuesto a morir por su leona.

-Venga Virginia, nos vamos – me dijo alisándose el pelo revuelto sobre la frente.

-¿Qué? – pregunté hundida.

Eduard se sentó a mi lado y cogiéndome la barbilla me tranquilizó:

-En todos estos años he hecho muchos favores. Quién más,quién menos, en cada sitio importante alguien me debe una. Es hora de cobrar.

Nunca me explicó más profundamente eso de los favores, pero la magnitud que tomaron los acontecimientos me hizo comprender que no conocía en absoluto a Eduard.

Si alguien me hubiera dicho que un abogado podía sacar a su cliente de la cárcel un día domingo y trasladarlo a otro lugar,  me hubiera reído. Eso era imposible. 

Eduard me llevó a una dependencia policial perdida en el extrarradio, de la que nunca había oído hablar, en donde se refugiaban los testigos protegidos en casos comprometidos.

Aquello parecía un bunker, las paredes estaban reforzadas con planchas de metal, no había ventanas y la comunicación con el exterior se realizaba por una Intranet satelital.

“Estoy metida en una película de espías” – me decía a mí misma, tratando de ejercitar un poco la ironía, para no desplomarme del todo en la desesperación.

Estaba tan agotada que tan pronto me llevaron a mi celda caí en la cama y dormí 16 horas seguidas.

Cuando desperté creí – equivocadamente- que mi pesadilla había concluido.

El día de la vista, me había levantado con cierto optimismo. Pedí a Eduard que me trajera mi traje Channel para ocasiones especiales y me recogí el cabello al estilo “juicio importante”. En el trayecto hacia los tribunales bromeábamos y hasta nos besamos un par de veces.

Yo había perdido peso y me sentía débil, pero según Eduard, mi fuerza continuaba intacta y se asomaba sin permiso a través de mis ojos.

-Me gusta caer en el hechizo de tu mirada – me dijo rozándome la mejilla con su dedo índice.

-No seas antiguo – repliqué turbada, pero no pude darle a la frase mi clásico tono irónico. Bajé la vista y mi mano, independizada completamente de mí, cogió la de Eduard con fuerza.

Miré por la ventanilla, hacía mucho tiempo que no daba un paseo y los edificios, los colores, la gente se me antojaban extraños.

En la puerta de tribunales los medios de comunicación me esperaban como un enjambre. La noticia de mi condena y la de mi sentencia de muerte en la cárcel había trascendido.

Subí las escaleras lentamente, con el aire de una actriz que ama y aborrece los flashes en partes iguales. En el quinto escalón algo me golpeó el costado izquierdo.

Sentí un dolor extraño, como una garra apretándome. No podía respirar.

Quise avisar a Eduard, pero las palabras no salían de mi boca. Miré el cielo, con miedo de no volver a verlo nunca más y me derrumbé ante los flashes.
Alguien me había clavado un punzón en el costado.

Fue un sicario inexperto. Lo cogieron cuando no pudo contener la curiosidad y se dio vuelta para ver la escena que había provocado.

Eduard dispuso rápidamente mi traslado a un hospital y se dedicó a organizar el interrogatorio del individuo. Nunca quiso contarme a fondo cómo lo hizo, pero lo cierto es que después de sólo quince minutos de interrogatorio el tipo vomitó hasta la última sílaba.

Lo contó todo.

Candy y Gladys sin duda habían ganado poder dentro de la cárcel, pero no tenían el cerebro suficiente para ir más allá de los favores sexuales o las tristes delaciones Alguien coordinaba el negocio desde las sombras. El sicario novato lloraba con tanta fuerza suplicando que no le pegaran, que sus párpados se hincharon como picaduras de avispas alrededor de los ojos. Entre sollozos pronunció un nombre inesperado:

…Luisa…fue Luisa….

Luisa, la elefanta bonachona.

La que a mi costa había embolsado dinero suficiente como para retirarse, era el cerebro que había orquestado mi cacería. Después del episodio de las X negras, la cosa se le fue de las manos.

No podía volver atrás, así que decidió organizar mi muerte de una vez y para siempre y buscó a alguien desconocido que no despertara sospechas.

Le pagó una buena cantidad a un sobrino suyo en el que confiaba –carpintero de profesión- para que resolviera el entuerto rápida y eficientemente.

El chico era de confianza, pero nada más No supo matarme ni escapar a tiempo.

El intento de asesinato me había beneficiado y la prensa estaba a mi favor. 
Eduard me representó en la segunda vista y logró dar la vuelta a la acusación de estafa. Unas pruebas inesperadas aparecieron de la nada con un valor incalculable para anular el juicio y exculparme de todas las acusaciones. A la vez, se iniciaba una serie de investigaciones a la fiscalía por estafa y corrupción.

Desde mi cama en el hospital, vigilada por seis guardias hice el además de aplaudir su llegada.

– Ya arreglarán sus pruebas y testigos de una manera convincente y tendremos que volver a batallar- me contentó acariciándome la frente.

-Nosotros también.

-Así es el juego.

-¿Mi cabeza sigue en subasta? –pregunté.

-Estoy en ello. Me he puesto en contacto con Candy Tenzano y Gladys Madariaga. Ahora que Luisa ha caído en desgracia, quizás sea oportuno cambiar de chivo expiatorio – dijo pensativo.

-¿Y si dicen que no?

-Nos enteraremos desde un chiringuito en alguna isla bonita y lejana –contestó con su sonrisa más seductora.

-¿Y a ti quién te dijo que me iré contigo a ningún lado? –protesté.

-Vaya, ¡estás totalmente recuperada! – bromeó.

No pude reprimir la risa, aunque para hacerlo tenía que cogerme el lado izquierdo, que me dolía muchísimo.

Miré a Eduard. Estábamos juntos otra vez y algo me decía que por mucho tiempo. Jamás diría eso en voz alta, pero le cogí la mano y respiré hondo. Necesitaba llenarme de vida.

Un chiringuito en Bahamas junto a Eduard era el sitio adecuado para pasar una larga convalecencia.

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Acerca del autor

Patricia Adriana Pari

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